Todos los días en la convivencia cotidiana, se evidencia que tanto somos capaces de visualizar las diferencias de quienes nos rodean, y la tolerancia con la que las asumimos. Es muy común que escuchemos una diversidad de criterios, opiniones, valores y posiciones encontradas, cuestionándonos, poniendo a prueba la poca, o mucha resistencia que tenemos, para confrontar nuestras creencias con las de los demás.
Cada vez somos menos pacientes y considerados, dejamos de ser amables, y la cortesía ha pasado a formar parte de la historia. Cada vez nos cuesta más ponernos en el lugar de los otros. Defendemos nuestros puntos de vista, nuestro derecho a ser y decidir y exigimos respeto a nuestra forma de pensar, olvidando que, de igual manera, el que está enfrente tiene exactamente los mismos derechos que nosotros.
Fuimos educados en ciertos estereotipos que gobiernan nuestra conducta y a los que respondemos de forma instintiva, sin más cuestionamiento, ni análisis de su veracidad, los hemos asumido como ciertos y transitamos con ellos en forma automática, descalificando cualquier opinión diferenciada, ocasionando situaciones complejas que nos llevan a una infinidad de discusiones y conflictos innecesarios.
No hemos aprendido a negociar nuestros puntos de vista, y tenemos la tendencia de buscar las respuestas en aquella información que concuerda con nuestras ideas, ignorando o rechazado todo aquello que no coincide con nuestra opinión. No admitimos objeción alguna. Nos cuesta mucho ceder y aceptar otras formas de pensar. Cuando nos enfrentamos a perspectivas confrontadas, somos especialmente poco flexibles e intransigentes, y nos vamos por el todo o nada.
El simple roce accidentado, una palabra dicha con un tono inadecuado o una mirada mal interpretada, son suficientes para empezar a cuestionar, para perder la paciencia y vernos en medio de un conflicto interpersonal, ya no se diga si se expresan posiciones políticas, deportivas o religiosas opuestas, la ira nos domina y terminamos perdiendo el control de nuestras emociones.
¿Por qué será que estas situaciones, sin más trascendencia, despiertan nuestra intolerancia? ¿Que nos impide tener un poco de apertura para escuchar puntos de vista diferentes a los nuestros, razonamientos incluso bien planteados, que rechazamos de inmediato ante cualquier intento de convencimiento?
Cerramos la puerta al aprendizaje, a nuevas formas de hacer las cosas, nos esforzamos en demostrar que tenemos la razón y en imponer nuestro punto de vista sobre los demás. Lo contrario, lo asumimos como una derrota. Incapaces de visualizar la inteligencia ajena, destruimos todo puente de comunicación y buscamos finalmente dominar la escena.
Si tan solo nos diéramos la oportunidad de conversar, sin ponernos a la defensiva, con la idea de conocer un poco más a la persona que tenemos enfrente, saber sus orígenes y cómo fue su aprendizaje de vida; que experiencias han marcado su trayectoria profesional o como ha sido su transcurrir en los últimos años. Si nos informáramos más sobre las cosas que nos provocan miedo y nos hacen reaccionar agresivamente, si nos pusiéramos en sus zapatos, tal vez empezaríamos a desarrollar la empatía y como consecuencia nuestra tolerancia a las diferencias de los otros.
Cada uno somos el reflejo de nuestra propia cultura. Hemos sido educados en familias diferentes con principios y valores que nos distinguen. No podemos tener todos la misma opinión, religión o afición a determinado equipo de cualquier deporte, tener inclinación por un partido político de izquierda, de derecha o de centro, lo cierto es que todos tenemos derecho a expresar nuestras diferencias y a que se nos respete por ello.
Así como nadie tiene por qué intentar cambiar nuestra ideología, nuestra fe o nuestros gustos, opiniones o nuestra forma de ser, nosotros también debemos aprender a escuchar, muchas de nuestras conversaciones no son más que luchas de poder, en las que más que interesarnos por lo que se nos intenta decir, tratamos de cuestionar, rechazar o menospreciar lo que el otro busca comunicarnos, rebatimos sus argumentos y anulamos su iniciativa.
Escuchar no necesariamente implica cambiar de idea, ceder o adherirnos a la forma de pensar de los demás, quizás si moderamos nuestra intención y mantenemos una actitud abierta y condescendiente, aprenderemos cada día algo nuevo. Aquello de que hay que aprender en cabeza ajena, es mejor que vivir tropezando, más de una vez, con la misma piedra.
Ni somos sabios, ni somos profetas, todos estamos en el camino del aprendizaje y para esto como dice el dicho, cada maestrito, tiene su librito.
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