Y llega un momento en el tiempo, cuando el cuerpo te pide descanso, después de las horas en las cuales tu esfuerzo mental es más demandado por tu oficio, a la hora en la que inexplicablemente el abuelo, sin decir nada, desaparecía para después encontrarlo tendido en su cama, durmiendo profundamente, mientras tu deseo era despertarlo para seguir viéndolo derrochar energía; ¿Por qué hace eso el abuelo? Me repetía una y otra vez cuando niño, si el sol brilla como nunca y el cielo invita a no desaprovechar el día ¿Por qué duermes abuelo? Muchos años después, los suficientes para mí, como para darme cuenta que todo aquel derroche de energía de ayer, terminaría por exigirle al cuerpo que se diera un tiempo, el suficiente para recargar las baterías, lo necesario para no sentir cómo el cuello que se mantiene firme o alzado, empieza a doblarse como un frágil y trasparente tallo herbáceo. Me niego a cerrar los ojos porque tengo muchas cosas por hacer antes de que llegue la noche; a descansar me invita mi mujer, y al sentarme frente a ella, vi sus hermosos pies descalzos reposando sobre la mesa de centro, los observé con tal detenimiento sin perder de vista el todo por mirar sólo el detalle, y no pudo pasar desapercibido para mí, cómo el alma en esa parte tan cercana al suelo y tan distante a la cabeza, desprendía calor en forma de sublime vapor, entonces recordé, como si fuera ayer, cuando tan enamorado, a mis quince años, le decía a la mujer que hoy sigue caminando conmigo, que jamás permitiría que sus manos o sus pies sufrieran algún daño, porque para mí eran divinos. Estamos los dos sentados, uno frente a otro, ya no tomados de las manos, yo viendo sus pies cansados y ella, tratando de recargar su batería, para después seguir trajinando. No, no puedo darme el lujo de dormir, porque habiendo querido darle aquel buen trato a mi mujer, ella, sin esperarlo, se dio cuenta de que debería soltarla de mi mano para buscar entre los dos la fórmula, para establecer las condiciones que daría sustento a toda nuestra vida.

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