¡Animo cab… que más adelante se pone más feo…”!

Pancho Villa

 

Hoy me permito compartir una experiencia familiar que pese a lo grata que era, es sólo un buen recuerdo en el presente.

En los albores de este siglo, hace 25 años aproximadamente, su servidor acostumbraba viajar por carretera con mi familia.

No sólo lo hacía en Tamaulipas. Algunas veces era a Jalisco, a Zacatecas, Aguascalientes, Guanajuato, Veracruz o a puntos más cercanos como San Luis Potosí o Monterrey. En el Estado, la frontera y Tampico eran nuestros sitios favoritos.

Todo con un agregado muy importante: Viajábamos inclusive en la noche.

Eran travesías como dice la voz popular, de entrada por salida, porque partíamos a las 7 de la mañana de un sábado y la hora de regreso solía ser en el mismo día a las 10 u 11 de la noche. Con un promedio de tres horas de camino a velocidad prudente, arribábamos a Victoria a las 2 de la mañana en el caso de las ciudades cercanas, minutos más o minutos menos de un domingo, para dormir y despertar a nuestras anchas.

Jamás tuvimos un problema aún al trasladarnos en ocasiones en trayectos largos durante casi toda la noche. Las carreteras no ofrecían sobresaltos e inclusive hasta nos deteníamos a comprar un café o hacer uso del baño en alguna gasolinera o fondita de 24 horas.

Maldición, ¡Cómo añoro esos días!

Hoy, sólo pensar en hacer eso intimida y aprieta el estómago. Aunque hay que reconocer que en Tamaulipas aún existe confianza para transitar sus caminos, lo que sucede en el resto de la República es dramático. No exagero cuando digo que viajar fuera de nuestro Estado -Monterrey es la excepción- se ha convertido en una suerte de ruleta en donde no sólo se juega uno el dinero y patrimonio sino también la vida propia y la de sus seres queridos, lo que la convierte en una especie de ruleta rusa.

Un caso muy reciente crispa los nervios. Un afamado grupo musical fue detenido en una carretera en un falso retén, en donde el camión que transportaba su equipo de trabajo e instrumentos musicales, valuados en millones de pesos, fue despojado en un falso retén.

Tal vez alguien podría pensar que eso no es novedad y tendría razón, pero en esta ocasión lo más preocupante no es el qué pasó, sino dónde sucedió.

Primero, fue en una de tres vías de comunicación terrestre más importantes del país: La que enlaza a la Ciudad de México con Puebla, con alrededor de 65 mil cruces vehiculares cada 24 horas. Segundo, los hechos se registraron en el kilómetro 61, a sólo 40 minutos de la capital del país.

Las preguntas se suceden en cascada:

¿Qué demonios está pasando con las carreteras mexicanas?… ¿Dónde están quienes tienen precisamente la encomienda de vigilarlas?… ¿Cómo se puede montar un retén con miles de automóviles y camiones en movimiento, casi en la periferia de la Ciudad de México y nadie se entere -oficialmente- más allá de los afectados?

En verdad, se extraña muchísimo a la extinta Policía Federal de Caminos, no exenta de vicios y abusos, pero por otro lado siempre presente en la gran mayoría de las rutas nacionales y cuya sola presencia hacía levantar el pie del acelerador y experimentar confianza en una corporación protectora.

Las cifras aterran. Sólo en el transporte de carga, en 2014 se sufrieron más de 16 mil robos, mientras los atracos a vehículos particulares acercan la cifra general a los 20 mil casos. Para no dormir.

En este escenario, temo que no hay punto de retorno cercano a la mediana tranquilidad del ayer en las carreteras. Si se viaja, al parecer sólo hay algo que uno puede hacer y sin garantías: Encomendarse a Dios.

Insisto: Cómo añoro esos días de seguridad en las carreteras…