Me estaba resistiendo a creer que la ansiedad, combinada con un poco de depresión, era la causa de que adoptara recientemente una conducta desenfadada sobre mi estilo de vida. Mis “corpulentos” hermanos trataban de convencerme de que el sobrepeso que ahora nos caracteriza a los Beltrán era originado por el “molde familiar” o sea, que la influencia genética era la causante de nuestra galopante obesidad; yo, por mi parte, defendía con vehemencia el punto de que la responsable de cambiar de una talla a otra, era el inevitable progreso de la edad, porque con ella llegaron, el sedentarismo, los dolores de las rodillas y de la cintura pélvica, los pretextos, el interés por las redes sociales y la búsqueda de satisfactores en otros reglones existenciales, como el deleitarse con los exquisitos postres después de cada comida.
Con el tiempo me había percatado, de que la madurez traía consigo el descubrimiento del verdadero amor, sí, aquél en el que te aceptan tal y como eres, y donde a tu mujercita ya no le importa que se te desborde un poco el abdomen por debajo de la cintura, o que las camisas se desabotonen como por arte de magia, o que tu envidiable cabellera no la hayas perdido en una función de lucha estelar contra el Santo y que por ello, ahora estés más expuesto a un cáncer de piel que cubre tu cráneo, es más, llegas a comprender también, que ese amor verdadero, para ellas, es una gran bendición, porque tiene un dejo de conveniencia, el hecho de apoyar sin chistar, el que aceptemos la complacencia de un estado de supuesto confort, que nos hizo claudicar prematuramente a nuestra varonil presencia social, aquella que deslumbraba a las jóvenes doncellas y no tan jóvenes féminas de nuestro entorno, porque aseguran, que nuestro aspecto otoñal les garantiza que ya no habrá rivalidad con otras damas, que otrora sabían apreciar la prestancia y la buena madera en un hombre cabal.
Pero ahora que lo pienso mejor, tal vez, no fue ni la ansiedad, ni la depresión la que me obligó a renunciar a mi distinguida prestancia, fue un plan con maña de mi adorada esposa, porque al fin médico, sé perfectamente las funestas consecuencias que acarrea la obesidad, considerada en esta época como el mal del siglo; sí, ahora recuerdo, ella empezaba a apapacharme pretextando que no solamente la fatiga física, sino la intelectual consumen un gran número de calorías, y que por eso era necesario que las repusiera a la brevedad, de ahí que, de seguir el comprobado régimen dietético decretado por la nutrióloga, ella tomó cartas en el asunto y revirtió el efecto renovador del plato del buen comer, y yo, embriagado de amor, me dejé seducir por mi musa, porque además de hermosa, tiene tan buena mano para la cocina, que mi pobre voluntad se rindió a sus sabrosos guisos.
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