La noche era clara, y decían que la luna era la culpable, pero no había más claridad en el alma de quien escribe que la luz propia, que en ocasiones, sin haber ningún viento, parece apagarse, pero no lo hace porque sabe que todo lo que ocurre, está regido por el miedo.

Todos los días tránsito por las viejas calles de mi atormentada ciudad, que durante los períodos escolar y laboral, lucen atestadas debido al excesivo parque vehicular, pero hoy se ven diferente, pues, media ciudadanía parece haberse marchado con motivo de las vacaciones.

Más que tranquila, la ciudad se ve triste, y esa percepción no la produce la falta de gente en las calles, sino la energía negativa que se sacudió cada miembro de la comunidad, antes de ir a donde pudiesen respirar una aparente y temporal libertad, porque saben que esa fugaz alegría, traducida en momentos de felicidad, durará lo que dura el raquítico presupuesto familiar destinado para el esparcimiento.

Nadie puede dudar de lo gratificante que es para el cuerpo y el alma el alejarse una o dos semanas de la otrora ciudad amable, pero pronto regresarán a continuar con las anquilosantes rutinas citadinas.

Somos afortunados al tener la oportunidad de captar fotográficamente los momentos de felicidad, porque esa constancia renovará nuestras esperanzas de regresar nuevamente a los lugares donde nos recargamos de energía positiva.

Tengo en la memoria de mi celular, las fotografías de un día de risas, de sentimientos cordiales y de figuras, que me recuerdan el derecho que tenemos todos los seres humanos de ser felices en un país, que se ha negado a sucumbir, ante la voracidad de un estrato de la sociedad que representa la oscuridad.

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