En varias ocasiones he leído mensajes en mis redes sociales, que hacen referencia a la generación con la que se están extinguiendo muchos de los valores que dieron vida a una convivencia más humana.
Plenos de nostalgia por un pasado, extraen los pequeños detalles que engrandecían a quien con respeto y consideración manejaba sus relaciones sociales, familiares o de trabajo y expresaba cotidianamente su buena educación, su buen trato, manifestando su reconocimiento por el otro.
Antaño recuerdo que, en mi adolescencia, una de mis maestras sugirió leer y aplicar muchas de las recomendaciones que hacía el venezolano Manuel Antonio Carreño, en su Manual de Urbanidad y Buenas Maneras, mejor conocido como el Manual de Carreño, para evitar situaciones comprometedoras derivadas de un comportamiento socialmente equivocado.
Además de sugerir ciertas conductas para lograr una coexistencia armoniosa en nuestros grupos de interés diferenciado, destacaba de manera especial la práctica espontánea de ciertos valores como la cortesía, la amabilidad, los buenos modales, la virtud, la dignidad personal, la discresión y la prudencia, entre otros.
Ciertamente, la mayoría de todos ellos aprendidos en el seno de la familia, como no tirar basura en un lugar público, respetar a los ancianos, no conducir en estado de ebriedad, cuidar el mobiliario de la escuela, la oficina o la casa, no pintar o grafitear espacios públicos o privados, ceder el lugar a las personas mayores, no hablar con la boca llena, no gritar, ni mucho menos usar palabras altisonantes, cuando platicábamos, en fin, simples detalles que hacían más fácil y agradable nuestra vida en comunidad.
Saber convivir en armonía, más allá de los grados profesionales alcanzados, títulos o reconocimientos, cargos o encargos públicos o privados, implicaba aplicar en el diario acontecer, los buenos hábitos aprendidos desde la infancia con el ejemplo de nuestros padres, maestros y amigos.
Angel Bueno, escritor español, autor del libro El Ciudadano: lecturas manuscritas, desde el inicio del siglo pasado, ya nos conminaba diciendo: “La educación se transmite por contagio y todos somos los responsables de extender esta epidemia”. Me pregunto, ¿que ha fallado?
Llevar a la práctica, tal vez por imitación, el respeto por los demás, guardando las formas desde las acciones más elementales como saludar al ingresar a un lugardeterminado, usar las palabras mágicas que abren la buena voluntad de quien las escucha, gracias y por favor, hasta cuidar la dignidad de las personas que laboralmente dependían de nosotros, porque mandar no implicaba humillar o menospreciar las capacidades de los subalternos, se está perdiendo.
No podemos cerrar los ojos y negarlo. Toda esa buena vibra, la confianza y los buenos sentimientos de colaboración y apoyo, de solidaridad y camaradería respetuosa, de consejo y sobre todo de reconocimiento y aceptación por el otro, están siendo relegadas no solo de nuestro vocabulario, sino de nuestra intencionalidad.
Es decepcionante escuchar un día sí y el otro también, como se va llenando nuestro leguaje de palabras soeces, groseras, ofensivas; pareciera que ese ideal egocéntrico de aparentar ser el mejor, de quien nunca se equivoca, el que siempre tiene la razón y por lo tanto el que se merece todo el respeto y la obediencia o sumisión de quienes lo rodean, va sustituyendo el ambiente de armonía social al que nuestros antepasados cuidaban tanto.
¡Cuán importante tener presente cómo nuestras acciones afectan a los demás! La buena voluntad y el respeto son fundamentales para todos. Si tenemos un poco de empatía entenderemos mejor el sabio refrán de “no hagas a otro, lo que no quieras que te hagan a ti”.
Ignorar la presencia del otro por el uso del celular, se ha vuelto cotidiano; evadir la mirada cuando se entabla una conversación, ignorando a quien habla, no es, sino un signo de falta cortesía, mala educación.
Podemos ver en el transporte público a una mujer embarazada, un anciano o una persona discapacitada, sin importar su edad o sexo, y descubrir en los rostros de quienes los rodean la mayor indiferencia; con el pretexto de la liberación femenina, se ha agotado el gesto de la caballerosidad y la atención del hombre para con la mujer, argumentando la igualdad de género.
Respetar los espacios en los estacionamientos para personas mayores o con discapacidad, sentarse correctamente y no desparramar el cuerpo en un asiento, quitarse el sombrero en un espacio público, ver a los ojos a quien nos habla, cuidar nuestro lenguaje y la forma en que nos expresamos, aprender a escuchar, sin debatir para imponer nuestras ideas, tener una actitud proactiva lista para apoyar a quien lo requiera, más allá de saber conducirnos en sociedad, enaltecía nuestra frágil condición humana.
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