Me miraba de tal forma que sentí de inmediato que quería decirme algo, pero inteligente como es, esperaba el mejor momento, por ello no le importó esperarse otro buen rato, aquél en el que estuviera totalmente atento a su melosa conversación. Me siguió por un buen rato, observó cómo mi ansiedad me hacía comer tan rápido la comida que había en el plato, tanto, que no me daba tiempo para masticar, hasta que ya, decidida, se acercó a mí y me dijo con voz clara y tímida:
– Abuelo, vamos a platicar.
– ¿Qué te pasa María? -le contesté- ¿no ves que estoy ocupado dándole a este taco una gran mordida?
Y la niña, confundida con mi alegato me dijo sin presumir:
– Vamos abuelo, come despacio, no te vayas a atragantar y si eso te pasa hasta te puedes ahogar.
– Vaya que eres atrevida niña mía, igual de desesperada te ves tú que interrumpes a cada rato mi comida, ven y siéntate a mi lado que ya he terminado, pues más ya no quiero comer, por aquello que me dijiste aquel día, que lo flaco se me quitaría y empezaría después a engordar.
La niña sonrió, recordando su osadía y con suma tranquilidad me dijo que todo eso que le permitía, era por ser la nieta consentida. Al decirlo le pedí, guardara silencio, porque su hermano José, malhumorado, le podía reclamar lo que asentía, pero ella, con toda confianza, me miró de tal manera, y para sellar la alianza, contestó con tal templanza:
– Pues que pierda la esperanza, consentida, sólo hay una y he tenido la fortuna de ser única como ninguna.
¡Ah que niña tan decidida e inteligente! Nadie te puede ganar, pero ahí viene tu hermanito dando de gritos y pegándose en la frente por lo que acaba de escuchar. José con real enojo, me reclamó para mostrar su verdadero duelo:
– Abuelo, abuelo, no le hagas caso a María, ella se dice la consentida, pero tu amor no me habrá de ganar; mira su mirada calculadora y fría, a ti no te puede engañar, yo en cambio con mi llanto te he de demostrar que de no ocupar el lugar, si la aceptas, pronto verás la diferencia, entre el meloso encanto de mi hermana, la mayor, y la versión de amor que con vehemencia te vengo a declarar, no te puedes equivocar, lo mío sentará su residencia en tu noble corazón y me darás la preferencia.
José lloró, y lloró desconsolado, María lo hizo a un lado y se sentó cómodamente en mi regazo, y con sus suaves manitas, tan suaves como el algodón bien peinado, acarició mi cara llena de emoción y me dijo:
-No te preocupes por él, porque el que llora será consolado, yo me apiadaré de él para sanar sus heridas ¿acaso no es la mujer, la que con su infinita ternura y amor, se olvida de su dolor para poder sostener al hombre que sufre por su inexplicable locura?
Ayer platiqué con María, y su inteligencia me volvió a sorprender, más mi amor de abuelo no me deja ver cuál es la diferencia entre su amor y el amor de José Manuel ¿será porque soy hombre también y sufro por la misma inexplicable locura?
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