Si dejara de tomar agua del manantial de la sabiduría, sólo porque alguien molesto consigo mismo enturbió su pureza y claridad, moriría de sed,  por eso recurro a la paciencia, porque todos en alguna ocasión, al sentirnos frustrados por no lograr lo que parece correcto o lo que se antoja imperfecto, sufrimos de un ataque de decepción, afortunadamente, la decepción suele ser como el humo de un incendio que de iniciarse por una chispa en las ramas secas, no prosperó, porque encontró a su pasó hierva verde y suele disiparse por el viento del arrepentimiento.

Si dejara de reír sólo por el hecho de agradar a quien tristemente lo domina la amargura, la tristeza misma que por contagio tendría, por abandonar lo que me brinda mi vital naturaleza, me haría perder la compostura y la cabeza, y haciéndome reír de mí mismo, pareciendo me asalta la locura, porque la alegría que nace en el corazón, se nutre de la admiración que se siente por la belleza que Dios puso en todo cuanto existe para sentirse plenamente feliz.

Si dejara de amar a quien me ama, no podría hablar del amor, porque el que ama, todo perdona, perdona, el sentirse desdichado por no ser amado con el amor, que, siendo un todo, resultó, al ser herido el orgullo, mal definido a conveniencia, para darle complacencia al egoísmo que nace del dolor al soltarse de la mano del divino creador.

Pero si tan sólo me quedara callado, y tomara de la turbidez del encono inesperado, y mi humilde docilidad no me permitiera el sentirme frustrado, no me importaría que el humo acumulado impregnara  con su olor mi cuerpo, aguantaría hasta sentir cómo el calor del desagrado me quemara, hasta que mi sonrisa fuera sólo una mueca inexpresiva que reflejara el dolor, de haber abandonado la naturaleza que me obsequió mi Creador, más que para ser feliz, para hacer feliz a quien buscara el consuelo de la misericordia, para que su amargura fuera de su vida, sólo una página pasada del libro de su valiosa historia.

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