La frase que encabeza el presente artículo, aplica en muchas de las relaciones humanas; puede ser un concepto fugaz, que emerja no del corazón, sino del pensamiento, en un momento de ira, de frustración, o de celos; pero, cualquiera que haya sido el motivo para expresarla, siempre conlleva la súplica de quien la invoca, de sentir los beneficios de la misericordia de parte de aquellos cuya conducta no refleja la mínima posibilidad de obsequiar amor sin condición.

Un hijo resentido con el padre o viceversa, que ante las diferencias generacionales pone distancia en la relación filial; una esposa o un esposo que no encuentran coincidencias en su manera de pensar ante la forma de dispensar amor; amigos que quebrantan las reglas de equidad, secrecía, solidaridad, que por muchos años consolidaron lo que parecía una indisoluble unión de amistad. En fin, sin duda, existen otros ejemplos que ilustran cómo la falta de una buena comunicación, de análisis o de comprensión, puede complicar una buena relación, y con ello, gestar un distanciamiento que causa amargura, desilusión y desesperanza entre las partes involucradas.

Cuando decimos ámame más, parece que escuchamos siempre la respuesta equivocada: Cómo quieres que te ame, si amarte es lo que he hecho todo este tiempo. Y a esa tajante respuesta, viene el reclamo que se antoja injusto: Tan sólo dime que lo intentarás. Amarte como tú quieres, me es imposible, porque no tengo otra forma de amar. Entonces, aparece de nuevo la súplica: Quiero que el amor que sientas por mí, se refleje en tu mirada, en tu trato amable, en ese sentir que me convence de que me necesitas como yo te necesito a ti, y no en la excusa permanente que refleja siempre el reproche de un lamento infundado y que, por el contrario, endosa la causa al doliente del amor, del amor ausente.

Empeñarse en quién tiene la razón, sin considerar, que se pide amor de la única forma que existe, el amor que es compasivo, que no es egoísta, que es sufrido, pero que resulta ser un bálsamo, tanto si se obsequia como si se recibe, el amor que escucha y que responde con una mirada de compasión, con una caricia pura, el amor que calma cualquier angustia, el amor que sana cualquier herida, el amor que redime, que perdona, que vive y palpita en el corazón de los que aman, ese es el amor de las respuestas positivas, es el amor que Jesucristo nos ha enseñado, el amor que se nos hace tan difícil de sentir y de dar en abundancia.

Entonces, si no puedes amar como Jesús quiere que ames, al menos, odia menos, para tener la esperanza, de que algún día, el amor del hijo por el padre, o del padre por el hijo, de la esposa por el esposo, o del esposo por la esposa, o del amigo por sus amigos, encontrará el camino que extraviamos por albergar en nuestro espíritu tantos sentimientos mezquinos.

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