Cada vez que pienso en mi niñez, retorno a mi vital origen, me veo tan contento y tan feliz, que ya no me quiero regresar para vivir el actual estrés. Y si acaso en el ayer pasé un mal rato, éste siempre fue concebido como un agradable maltrato.

La abuelidad es un concepto acuñado por la médica psiquiatra y psicoanalista argentina Paulina Redler en 1980 para denominar a la relación y función de los abuelos con respecto a los nietos, y los efectos psicológicos del vínculo.

Agradable maltrato

Como golondrina regreso cada verano al terruño,

no es mi nido, de mis abuelos era y de mi madre,

pero lo he sentido siempre mío, como la primavera,

como el verde, como el trino del ave, como el arroyo,

como la montaña que sombrea el caserío de su raza.

Y bajo el mismo techo de lámina, el resonar del agua

regresa del pasado mi tierna infancia, y al retumbar

el trueno, aferrado a la falda de la abuela, que callada

pasa su delgada mano sobre mi cabeza, con el deseo

de calmar mi miedo, de regresar el corazón al pecho.

No muy lejos la recia figura del abuelo, con la frente

despejada y su plateado pelo bajo el ala del sombrero,

diestramente corta en triángulos perfectos la sandía,

invitando a los nietos a probar la jugosa y dulce fruta,

y en la estufa el perfume humeante del café de grano.

Esperando que la lluvia amaine, con los barcos de papel

prestos en la mano, para que la corriente que veloz corre

por los bordes empedrados, los lleve en un viaje fantástico

y se pierdan por las calles que recorrí mil veces con los

pies descalzos, quemados por el sol ardiente de la tarde.

En la esquina la tienda, y en ella la tía, que al vernos todos

remojados, a secarnos con sus gritos apresura, pero no

puede detener una sonrisa que su falso enojo disimula,

¡a la casa rápido “cabritos grandes”! que el abuelo correa

en mano les haga pagar su aparente falta y los alcance.

A temblar cobardes, pero no de frío, arrojar los trapos,

a secar las carnes, a cubrir el cuerpo y si el abuelo no

calentó de nuestros cuerpos ciertas partes, a pedir perdón

hincados todos, alineados como condenados en el paredón,

invocando a Dios misericordia con las mismas oraciones.

En la otra habitación, la tía y la abuela cuchicheando, no

sé si llorando o sonriendo, pero una vez levantado el castigo

y aceptado el perdón, en la mesa nos espera el bálsamo de

las heridas y acompañándolo un puñado de ovaladas galletas

que, dando gloria al paladar, nos hacen olvidar aquel maltrato

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