El texto del Evangelio, Lc. 16:1-13, que se escucha este domingo durante las misas invita a reflexionar y cuestionarse a los creyentes ¿a quién se sirve a Dios o al dinero?

El administrador, que aparece en la parábola presentada por Jesús, sigue las pautas de comportamiento de quien es ambicioso y busca su propio provecho; se descubre que malversaba los bienes y que su objetivo era mirar en beneficio suyo, aunque sus decisiones fuesen injustas: “Ya sé lo que voy a hacer, para tener a alguien que me reciba en su casa, cuando me despidan”.

En este texto se ha de entender que el elogio al administrador no viene de su comportamiento ético. Tampoco es modélica su actitud, sino la sabiduría, la habilidad para darse cuenta de la urgencia del momento y reaccionar cuando aún se está a tiempo.

Es importante entender bien ésto. Quizás algunas personas pueden pensar que son amos de su dinero, y no son capaces de reconocer que es el dinero el que los posee. Tal vez se pueda pensar que se sirven del dinero, cuando, en realidad, sirven al dinero, y más temprano que tarde el dinero se erigirá como amo absoluto al que se debe servir e ídolo al que se debe dar culto.

Se pueden ver en las crisis económicas cómo lo importante no ha sido resolver el sufrimiento de los que se ven abocados a la pobreza o a la indigencia, sino cómo mantener las estructuras del dinero. Ésto ha provocado injusticias, desigualdad, corrupción.

Servir al dinero-amo sólo es acrecentar al dinero. Servir a Dios es ser libre ante el dinero, no dejarse condicionar por éste y, en cambio crecer en lo que Dios quiere de cada uno de los seres humanos, que es trabajar por un mundo más fraterno, justo, y con una atención especial por los que se encuentran en una situación de debilidad.

Y esta angustia que tiene el administrador injusto, se debe tener si se quiere seguir a Jesucristo, tenerla por trabajar por lo que Dios ama. Se debe ser administradores fieles de los dones de Dios.

San Pablo escribiendo a Timoteo, segunda lectura de este domingo, 1 Timoteo 2:1-8, entiende que la comunidad cristiana se reúne y ora, lo ha de hacer por todas las personas.

En la celebración de la Santa Misa hay un momento especialmente indicado para abrir los corazones y hacer presente a todos los seres humanos: desde las autoridades hasta los que tienen más necesidades. El argumento que usa San Pablo es que “ésto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, pues él quiere que todos los hombres se salven y lleguen el conocimiento de la verdad”.
Se puede orar con palabras del Salmo 112: “Que alaben al Señor todos sus siervos. Bendito sea el Señor, alábenlo sus siervos. Bendito sea el Señor ahora y para siempre”.

Que el amor, la paz y la alegría de parte del buen Padre Dios inunde sus corazones.