Había escuchado, que estar junto a tu pareja en un lugar tranquilo, platicando o cenando a la luz de las velas, es sumamente romántico; la verdad, nunca había tenido la oportunidad de hacerlo, pero lo anhelaba, para complacer a Ma. Elena, mi amada esposa; aunque yo sé, que a ella le ha gustado siempre verme a la cara, dice, que para descifrar a través de mis gesticulaciones, la veracidad de mis emociones; aunque yo pienso, que quizá, simplemente la oscuridad no le agrade del todo; pero ambos fuimos puestos a prueba, en una ocasión, cuando al estar preparándonos para cenar, se desató una tremenda tormenta, y con ella también un episodio más de ansiedad, provocado por la intensidad de los rayos y truenos que la anunciaban. Apenas ella me había confesado que realmente le atemorizan los rayos, cuando uno de ellos, cayó relativamente cerca de nuestra casa, y fue tal su poder, que fundió un transformador, y con ello, ocurrió un apagón precisamente, al caer la tarde, sí, en los momentos en que acontece la nostálgica transición entre el día y la noche.

Al experimentar la total ausencia de la luz, me dispuse rápidamente a buscar, el lugar donde guardamos las velas para la ocasión, más, en el varonil impulso, tropecé un par de veces con los muebles que las damas suelen poner en sitios estratégicos para que si no te decides por la jubilación, al menos te pensiones por discapacidad; de inmediato, un exquisito dolor en mis rodillas me dio la buena noticia de que seguía con vida, calladamente me incorporé después de besar el suelo y me aguanté como sólo sabemos hacerlo los buenos mexicanos, para no romper el momento mágico. Cuando logré reponerme, a tientas di con la anhelada candela, después, me dirigí a la cocina para buscar cerillos para encenderla, procurando no tropezar con los mismos objetos, y así fue, tropecé con otros y en esta ocasión, no pude contener la emoción de soltar un improperio, mas, tuve la precaución de adornarlo con delicados arreglos del maestro Eduardo Magallanes, sí, aquél que acompañaba en ocasiones, a Juanga en sus conciertos; en fin, haría hasta lo imposible por aprovechar la valiosa oportunidad que Dios me daba, para exhibir mi romanticismo ante la mujer amada. Encendida la candela, busqué un recipiente apropiado, para que la fina cera no manchara el piso, porque bien sabía, que aunque me amen mucho, tendría que demostrar mi humildad de rodillas, cuando se hiciera la luz, esto, para despegarla del suelo, y la verdad mis rodillas no están en condiciones de pagar una manda de esa magnitud; busqué y busqué el bendito recipiente, y nada, de pronto sentí como si una cálida caricia invadía la piel de mi índice y pulgar derechos; antes de gritar por el ardor que me ocasionó la cera, recordé estoicamente a mi raza de bronce, y me dije: cómo ha de haber sufrido Cuauhtémoc cuando le quemaron los pies. En mi mente para entonces sólo había una frase y ésta se repetía contantemente: aguanta… aguanta… aguanta. Coloqué estratégicamente aquella palpitante luz, logrando que nuestras siluetas se dibujaran en la pared; me senté a su lado en la sala, la abracé emocionado y tranquilo como soy, tomé la mano blanca de mi amada, y le dije quedamente: Qué bonito es estar a la luz de las velas, tú y yo solos, sin que nadie interrumpa nuestro idilio; y me dije: voy bien, voy bien, ella me está escuchando embelesada; proseguí, recuerdas amor aquel primer beso que nos dimos, ella seguía callada, seguramente bajo el influjo del encanto de mi voz y la luz titilante de la vela; repetí de nuevo, recuerdas mi amor, aquel primer beso que nos dimos; al no responderme, ya con un poco de enfado dulcificado, le dije: Esta bien, tal vez no lo recuerdas ya; y la verdad a mí también se me está olvidando, porque ya quiero cenar y para mí que la luz no va a llegar temprano, me oíste mujer? le acerqué la luz y mi amada yacía profundamente dormida, después de lidiar todo el día con los nietos.

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