Sintiendo el cansancio del día, al atardecer, me doy la oportunidad de parar un poco y sentarme en silencio a observar el rostro de mi hermana, agotado y con signos de dolor, prisionero de un collarín de fierro que afianza su cabeza ante cualquier intento de movimiento, como resultado del accidente que sufrió hace un par de meses.

En mi relación cercana con la tanatología he aprendido que todos los días convivimos en medio de la vida y la muerte, que todos los días, hay cosas que empiezan y otras que terminan, y también la Biblia, nos habla de tiempos de tristeza y tiempos de alegría.

Todo esto me lleva a reflexionar lo que he vivido en los últimos 60 días.

Dios me ha llevado de las emociones más agradables jamás imaginadas, como las vividas al ver realizado uno de mis sueños de adolescente que se había quedado en el baúl de los recuerdos, y que con el paso de los años se fue desdibujando en medio de las prioridades.

Y de repente llegó la pandemia y de forma impensable se gestó. Como decía mi abuelita, “todo se proporcionó” para que presentara en el Congreso de mi Estado (Nayarit) un libro de mi autoría, subir al pódium y dirigirme desde ahí a una audiencia muy selecta. Dicen que nadie es profeta en su tierra y quería demostrarme que sí se podía. Lo logré de la mano de mi primo Ezequiel Parra, a quien agradezco infinitamente que me abriera las puertas para vivir una experiencia casi mágica.

Y del lado opuesto, he tenido que enfrentarme al sentimiento que causa una noticia que hace que el mundo se detenga súbitamente en un segundo. Ese instante que te lleva de plano a la negación, a rechazar el mensaje que te transmite una voz extraña que escuchas al otro lado de un teléfono desconocido, anunciándote una desgracia. Te niegas a aceptar como cierta, la noticia que se confirma al oír la voz aguardentosa, casi inaudible, de un ser muy querido que clama llorando que te pide te hagas cargo de su hijo.

¡Dios mío!  He vivido al máximo estos dos últimos meses. He tocado el cielo en dos ocasiones, me he sentido la mujer más feliz y realizada, pero también me he visto envuelta en una vorágine de emociones desconocidas, tras el accidente de mi hermana que la puso al borde de la muerte, clamando por su vida y encontrando la respuesta una vez más, de quien siempre ha caminado a mi lado.

He vivido entre milagros. He sentido de cerca la felicidad y el dolor mezclado en un mismo día, fortalecida en mi certeza de que, si Dios lo permite, es porque me trae un nuevo reto.

Sentada, frente a mi hermana que dormita, en medio del silencio que nos rodea, percibo a lo lejos los sonidos de un pájaro que acompaña mis amaneceres en mi hogar allá en Ciudad Victoria, y me hace sentir nostalgia por ella.

Sintiendo el cansancio de quien asume la responsabilidad de la atención de un enfermo, observo y reflexiono su fragilidad y la urgencia de mis cuidados. La importancia de mi compañía en estos momentos en que es necesario alimentarla, bañarla, cambiarla de posición, y ahora que empieza a recuperar la fuerza de sus piernas, caminarla.

Después de su accidente fue sometida a una cirugía mayor para repararle cuatro fracturas que sufrió en el Atlas, el hueso más alto de la columna vertebral. Según me explicó el cirujano, fue necesario implantar cuatro clavos y su situación era tan grave que pudo haber sufrido muerte súbita.

Fue una cirugía muy delicada, lo que hizo necesario internarla en una clínica especializada en cuidados postoperatorios que le ofreciera atención las 24 horas.

Al cabo de un mes, pudo regresar a su casa, a ese sillón mullido que hace meses compró para darse masajes y donde hoy pasa la mayor parte del día.

Acompaño su milagro porque pese a la gravedad de su accidente y de lo complicado de su cirugía, gracias a Dios no tiene secuelas. No ha quedado inválida, reconoce, habla, ve, oye y principalmente lucha por su segunda oportunidad.

¿Cómo te sentiste en la clínica donde te quedaste para la recuperación de tu cirugía?, le pregunté casi recién instalada en su hogar, rodeada de sus cosas, en su ambiente y con la compañía de su hijo.

“Mucha soledad, me dijo. La mayor parte del día, todos estaban ocupados en sus tareas. Acudían a mí cuando necesitaba algo y les llamaba, si no, no. Me daban mis medicamentos, me hacían mis curaciones, me bañaban, me preparaban mis alimentos. Éramos muchos los que estábamos ahí y poco personal para atendernos. Todo era silencio, pero ese silencio que al final del día, quema y deprime, acabas por extrañar todo.”

PD: Decía la madre Teresa de Calcula, “es cierto que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos, pero también es cierto que no sabemos lo que hemos estado perdiendo hasta que lo encontramos”.

Gracias por este tiempo que hemos caminado juntos. Es momento de hacer un alto en el camino. Descansar un poco. Reparar fuerzas, reencontrar el entusiasmo.

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