Mis palabras se asemejan a las piedras de los ríos, las hay pequeñas y grandes, de diversas formas y colores, son tan abundantes y sólidas, que le sirven de alfombra, lo mismo que al suave transcurrir del agua clara y tranquila del arroyuelo que se abre paso entre los juncos, que mimados se mueven acompasadamente hacia los lados, al sentirse arrullados, tanto por el viento que genera su desliz apresurado, tanto por su canto; lo mismo que a los rápidos que buscan desesperados llegar a los lagos para tomar un descanso.
Mis palabras son amables como el susurro fino y delicado del viento de verano, que al rozar los cálidos cuerpos de los enamorados, sin explicar cómo, no dejan de abrazarse hasta fundirse, y formar con ello una unidad.
Mis palabras suelen ser como un mágico bálsamo, que sana las heridas de un alma buena, que al verse ofendida, prefiere sufrir callada para no replicar el dolor que le causa sin razón la ofensa concebida.
Mis palabras, cuando escapan de mi boca, parecen perderse en el tiempo y en el espacio, pero siempre tocan, con la vibración debida, a los hermanos que en esta vida loca, aman sin medida.
Mi palabra escrita, más que querer quedarse plasmada en la inerte frialdad de una hoja de papel, me grita y me dice que prefiere quedarse grabada en aquél cuya sensibilidad bendita, lo ha preparado para conocer y sentir lo que el corazón le dicta.
Mis palabras no valen nada, pero si es la voluntad divina la que edita, quien sería yo para negarme a acudir a la cita con el Señor, que es todo amor y resucita.

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