Extraño mi maravillosa infancia, y con ella, extraño a mi primo Gilberto; extraño los paseos por el campo abierto, el caminar gustoso entre los surcos de los labrantíos de los amables vecinos y amigos de mis abuelos maternos. Extraño el sudor de mi frente y su rápido recorrido por mi cuerpo buscando empapar la camisa de la faena sin pago, que me hacía sentir, cómo el calor se iba perdiendo, cuando aquel húmedo trapo, con el viento vespertino, antes de secarse, lograba refrescar la materia de mi cuerpo de niño y mi espíritu divino. Extraño el caer rendido de espaldas, de puro gusto en la madre tierra, en aquél compactado suelo pulido por tantas otras huellas de tantos otros cuerpos cansados como el mío, que esperaban pacientes mirando al cielo, para despedir al último rayo del sol y con él toda alegría que lo acompañara durante el día. Extraño esos caminos que con el tiempo fueron despareciendo o cambiaron, y ahora son sólo obstáculos para coartar el libre paso y la libertad de aquellos días.
Me extraño a mí mismo, a cada unos de mis gestos amables que agradecían a Dios el ser tan afortunado ¿Que si había paraíso, me preguntan? Claro que lo había y yo lo disfruté tanto, que ahora vivo sólo para volver a encontrarlo en esta tierra nuestra, que se ha vuelto árida, que se ha tornado fría.
Extraño el fino polvo que al paso de mis pies descalzos, levanté tantas veces, cuando caminaba seguro de encontrarme con lo que el Señor amorosamente me había heredado; y en aquel remanso del río convertido en un diminuto arroyo, recostado entre los juncos, mirando a través de aquella ventana del pasado, viendo la apacible espera de los peces plateados, y más, pero más abajo, comprobando cómo tierra y cielo fueron creados por las divinas manos de tan grandioso artesano, y yo en medio de tanto milagro, sin tener que pensar en el tiempo, esperando también que se abriera el firmamento, para ver asomarse a mi Padre eterno.
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