¿Qué si tomo café? La respuesta es no, dejé de tomarlo cuando cursaba el tercer año de la carrera universitaria, simplemente, mi estómago dijo ¡no más café!  y así fue, la gastritis muy bien ganada por tomar por largo tiempo un exceso de esa aromática y estimulante bebida fue el motivo; en fin, ahora disfruto viendo cómo otras personas se deleitan con la bebida, y cómo las motiva a establecer un armónico y placentero enlace de comunicación, y precisamente, hace algunos años, un domingo fue uno de esos mágicos días en los que, al visitar a mi madre, ella aceptó acompañarnos a tomar un café.

Llegamos al establecimiento precisamente a la hora de la merienda, nos instalamos cómodamente en una mesa, antes de hacer nuestro pedido, los que estábamos reunidos dirigimos la mirada a nuestra invitada especial; para mí no pasó desapercibida la relajada expresión de mi progenitora, su mirada curiosa observaba a detalle el interior del establecimiento, especialmente a las personas de edad, que igual, amenamente, se habían reunido para charlar esa tarde, no tardó mucho en identificar a dos de ellas, más esperó pacientemente  el momento más adecuado para saludarlas. Al llegar una de las empleadas a tomar nuestro pedido, mi madre solicitó le llevaran un café americano, lo que accionó automáticamente el deseo de los demás comensales a solicitar lo mismo, solamente yo desentoné pidiendo un refresco; también pidieron algunas pequeñas piezas de repostería que son la especialidad de la cafetería.

Al primer sorbo de café, mi madre, mi esposa y mi hermana Aminta, cerraron lentamente sus ojos y parecía que con ello iniciaban un viaje en cuyo recorrido, en forma ordenada, cada quién narraba lo que iba experimentando; Aminta fue la primera al decir: Qué bien se está aquí. María Elena le contestó: Sí, el ambiente es muy agradable. Mi madre me pidió me acercara para comentarle lo que estaban platicando, eso debido a cierta dificultad con su agudeza auditiva; entonces se integró a la plática comentando que sentía que el peso de la taza era mayor al del contenido, y tenía dificultad para levantarla y llevarla hasta su boca, por lo que solicitó una taza más ligera y así se hizo.

Los minutos  en aquel cordial ambiente, pasaron sin sentir, la verdad, ninguno de los presentes teníamos prisa; respirábamos y hablábamos tranquilamente, los temas eran creativos, evocadores y generaban risas espontaneas; nuestra madre no emitió ninguna queja, sentía que estaba integrada a ese todo que involucra la interacción conjunta de sus partes; no hubo reclamos por aquella perenne sensación de soledad que suele aquejarnos, cuando los años, más que envejecernos, pesan más en nuestro pensamiento, sumándose a otras desagradable emociones de minusvalía, que condicionan una lenta pero consciente sensación de desintegración social, familiar y personal.

¿Qué bien se está aquí? Como bien debería de sentirse cualquier estancia dónde habitamos y sentimos que el calor humano y el amor están presentes. Qué bien se siente estar entre ustedes, sabiendo que aún conservamos nuestra identidad, que no hemos dejado de ser personas, sólo por el hecho de sentir que la edad es un impedimento para convivir, que podemos reconocernos como madres, como hijos, como esposos, como hermanos.

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