Era un grupo de apenas unos 15 o 18 niños de ambos sexos, de entre tres y cuatro años de edad, “en una escuela primaria de algún lugar de Asia”, según lo registra la página de Facebook de Garrett for Michigan, el que recibía la semilla de algo que vi crecer con mucha espontaneidad entre quienes habitábamos aquella naciente ciudad de Ixtlan del Río, en medio de dos ríos y parajes donde la naturaleza nayarita era y sigue siendo muy pródiga.

Permítanme describirles un poco la escena que publica el video al que hago referencia. Imaginen un salón de clases, con dos filas de 6 pequeñines sentados, atentos a seguir las instrucciones de su maestra, simulando estar en un autobús de transporte urbano.

De pronto, aparece uno de sus compañeros, encarnando al personaje de un anciano que se sostiene con el apoyo de un bastón, camina despacio y con bigote blanco a punto de desprenderse, se dirige hacia uno de ellos, que le cede su lugar y le ayuda a sentarse.

Luego aparece una niña, representando el papel de una madre joven, con un bebé en brazos, y de igual forma, uno de sus compañeros se apresura a cederle su lugar; en seguida, aparece otra pequeña, interpretando a una mujer embarazada, que de inmediato encuentra la solidaridad de otro de los alumnos que se pone de pie y deja su silla para que se siente; finalmente, llega una niña cargando una mochila pesada, aludiendo a esas mujeres que cansadas, regresan del trabajo en medio del tumulto del transporte colectivo. Por supuesto, también se levanta de su asientootro más y le invita a tomar su lugar.

Cuán distantes estamos hoy en día de ver en nuestra rutina,gestos de atención para con los adultos mayores, personas discapacitadas o con capacidades diferentes o mujeres embarazadas. Es tal la indiferencia ante el dolor ajeno que pasan desapercibidos en la mayoría de los casos, en medio del caos que provocan las multitudes en busca de la sobrevivencia.

Hemos dejado atrás los valores que nos hacían más fácil la convivencia humana, simples gestos que empoderaban no solo al que los recibía sino también al que los brindaba de forma desinteresada.

A mí me gustaba la caballerosidad, los gestos de amabilidad y consideración que de forma espontánea surgían en la sociedad. Los aprendí desde mi infancia y con el ejemplo de mis padres. El respeto por los ancianos y la necesidad de sus cuidados y la solidaridad para con ellos ante sus carencias, la calidez para con los niños desvalidos; la empatía para quien está en una condición de necesidad y las ganas de ayudar y ser parte de la solución. A ser propositiva y comedida.

Cuando dejé mi pueblo y tuve que convivir con todo lo que implicaba la gran urbe, de repente se fueron haciendo más frecuentes las expresiones de indiferencia y egoísmo entre quienes luchábamos por un espacio no solo en la fila de las tortillas, de la taquilla del cine, de la parada del autobús o en los pasillos del metro.

Quienes emigramos a la ciudad, no solo pasamos a ser desconocidos, sino que poco a poco nos distanciamos unos de otros, dejamos de reconocernos como parte de una comunidad, incluso del género humano, necesitados de la convivencia y el reconocimiento de los demás. Cada vez somos más pero también, cada vez estamos más solos. Difícil encontrar apoyo ante una urgencia y a cada paso es necesario estar a la defensiva, más que con el ánimo de ayudar.

Son muchos los factores que han intervenido para que en la sociedad se hayan perdido los grandes valores que nos daban seguridad. No supimos en qué momento se fueron transformando los estándares de educación familiar, que fueron sustituidos por nuevas referencias conductuales que dejaron atrás la solidaridad, esas ganas espontáneas de ser útil a los demás.

La desintegración de las familias, sin duda, ha sido uno de los más trascendentes. Se ha creado un vacío enorme en la formación de seres humanos sensibles, producto de la faltadel vínculo del afecto mutuo que genera apegos emocionales y desarrolla las habilidades de relaciones sociales sanas basadas en la bondad, el amor y el respeto.

Se ha llegado a tal extremo de violencia no solo de género, sino generalizada, que urge volver a inculcar en los niños sentimientos de nobleza y humanidad y ante la realidad que vivimos, el estado reconoce la necesidad de retomar los valores que aprendimos en la infancia desde casa.

Toca a los maestros inducir en los infantes el Civismo, esa materia que nos hace tomar conciencia de nosotros mismos como seres civilizados.

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