Y me dijo: Te reto a que en treinta minutos despiertes y me des un mensaje que pueda llamar mi atención y me deje satisfecho, de tal manera, que sea para mí motivo suficiente para seguir leyendo lo que escribes. Escuché lo anterior y quise despertar, pero mis ojos se negaban a complacerlo porque era tanto mi sueño que me hizo pensar si quería darle gusto, o el gusto sería mío al poder dormir como era mi deseo en ese momento; después pensé en lo importante que es el mantener la vigilia mientras el astro rey nos obsequia su luz, y con ella, el poder mantener mis ojos abiertos y sentirme vivo, como seguramente muchos quisieran estarlo, para disfrutar tantas maravillas que se pueden observar en el día y permanecen ocultas en la noche.

El dormir no sólo consiste en cerrar los ojos, es dejarse llevar por la obscuridad interior de un teatro, donde se llega a través de un complicado laberinto, mientras tu alma se adapta a los matices claroscuros de un escenario artificial hecho exprofeso para distraer la mente, mientras ésta se pone a trabajar en las reparaciones que el cuerpo necesita, un teatro capaz de presentar a un mismo tiempo, diferentes escenas de diferentes obras, donde tú eres el primer actor y donde los demás participantes suelen ser hologramas de las personas con las que convives o conviviste, donde sus diálogos, igual salen de tu boca, porque te dicen lo que quiere escuchar, donde el final, lo mismo puede ser impredecible o sorprenderte con un continuará.

Y pensar que todo esto ocurre sólo en treinta minutos de lucidez en la oscuridad del mundo de los sueños, una vez que cae el telón del tiempo en que desesperadamente luchas por permanecer para buscar lo que te da  felicidad.

¿Te ha sorprendido el mensaje?

“Por aquel tiempo exclamó Jesús, diciendo: Yo te glorifico, Padre mío, Señor del cielo y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes del siglo, y las has revelado a los pequeñuelos. Sí Padre mío, alabado seas, por haber sido de tu agrado que fuera así” (Mt 11:25-26)

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