Buscando la paz, me refugié en el espacio literario de mi hogar,  contemplé la estantería de madera, custodia de la sabiduría compendiada en libros, otrora tan ansiados y ahora cubiertos por el fino polvo del olvido; necesito, me dije en el silencio de mi mente, de la música para armonizar las más sensibles células que se nutren de la música y fertilizan con su energía mis ideas más preciadas; pero como todo en la vida, no existen los momentos perfectos, existen sólo los intentos impulsados por los que al estar dispersos, buscan desesperadamente formar palabras, con un claro sentido, para conformar una oración tan luminosa, que atraiga con su luz la atención, de los que esperan con paciencia una breve historia, para encontrarse inmersos en la lectura constructiva, e imaginar los hechos que dieron vida a la elocuente narrativa.

Buscando la paz, decía, pero la paz en mi caso, siempre llega con el paso de una tormenta cargada de amor y de alegría, y es que, al poco rato de estar buscando un tema de valer, cargado de emociones, deseché la idea prematura de hablar del empeño inconsciente de los hombres, por buscar con su deprimente ánimo, la locura.

Amor y energía, solamente un ser tan excepcional como María, podría conjugar tal dueto, en la espesura de un ambiente lleno de tensiones y amargura; María José, la misma María de mis tormentos, que se afana en sacarme de mis casillas en cada encuentro, que parece que fijó para siempre en su memoria, que tenía y tiene un abuelo que no envejece, un abuelo fuerte, capaz de resistirlo todo, tan fuerte como para resistir aquel salto inesperado sobre mi cuerpo inerte por estar dormido, o la experiencia que le causara tal agrado, que ganarle a su abuelo la silla preferida, o ganarle el baño cuando sabe que la urgencia es mucha. María ya no tiene 3 años, mi María José ahora tiene 6, pero para ella el tiempo no ha pasado, se quedó en el momento en el que supo lo que era contar con un ser un poco sabio, un poco mágico, un mucho amado, un poco distraído, simulando que es dueño de una fuente inagotable de juegos y de cuentos sacados de la nada, para alegrar sus días, para hacerla sentir que sus tormentas, que a los ojos de los demás parecieran chicas, son demasiado cruentas y van dejando a su paso una huella que le será imposible de borrar.

Ese bendito día en que buscaba la paz, María como siempre, hizo de las suyas: Le dijo a su hermano José Manuel: mira cómo hago enojar a mi abuelo, él es tan divertido que me hace sentir que siempre está conmigo. Al escuchar aquello, la dejé que viniera a mí para que hiciera su broma acostumbrada, y cuando terminaba de reír de su travesura consumada, le pregunté: ¿María, por qué eres así? Y al instante me contestó sonriendo: ¡Por qué soy feliz abuelo… soy feliz!

Si una moraleja puede tener esta narrativa, sería la siguiente: Los adultos nos empeñamos en ser infelices, y hacemos de cada momento discordante de nuestra existencia, un drama o una tragedia, que se alimenta de falso orgullo, de egoísmo, de celos inconscientes, que dañan, sí, pero no sólo a aquellos que se empeñan en autodestruirse, dañan lo mejor de esta vida, la inocencia y la alegría, que lleva por naturaleza cada niño.

Ven tormenta que da la calma, ven, si te llamas María José, que tu abuelo seguirá siendo por siempre, el motivo para que muestres esa maravillosa expresión de amor y de alegría.

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