Sucesión 2024 será una serie de artículos dedicados a los perfiles, trayectorias y propuestas de los principales aspirantes a la presidencia de nuestro país. Comencemos con Marcelo Ebrard (Ciudad de México, 1959), canciller de México que, por cierto, es el que hasta hoy, y hasta donde yo sé, es el único que ha publicado un libro para ofrecernos las claves de su formación, carrera, convicciones y proyecto, titulado “El camino de México”, el cuál presentó hace algunas semanas en el Palacio de Minería y que sirve de base para este texto.

Recomiendo ampliamente la lectura de la obra, pues se trata de la historia reciente de nuestro país, redactada por uno de sus protagonistas.  Además, hay algo que de entrada llama mucho mi atención: Ebrard se define como tejedor de encuentros y como estratega social. Las dos ideas me parecen magníficas y dicen mucho de quien las usa tanto para concebirse como para interpretar la función y esencia de la política.

Cabe recordar que Platón define al político como el “tejedor regio”, es decir, aquél que articula las cosas a partir de la diversidad de partes de un todo para configurar un orden determinado cuyo criterio fundamental de funcionamiento es la duración. Aristóteles (y también Maquiavelo) diría después que la virtud principal del político es la de la prudencia, que significa algo así como sabiduría práctica más capacidad de decidir.

Y esto remite a la otra idea que utiliza Ebrard para definirse: la de estratega social, que toca la médula del sentido griego del término “strategos” y que significa general o comandante en jefe, y que se define sobre todo por el hecho de que, tal como ocurre en el ámbito militar, el general es el que puede ver más lejos y más panorámicamente la totalidad del mapa donde tiene lugar el combate, y que sabe mejor que todos el objetivo final al que se dirige el ejército en su conjunto, razón por la cual su mirada es una mirada solemne, severa, firme y templada, porque sabe que la batalla es una de las fases de la guerra y que en ambos casos tiene que haber sacrificios, esfuerzo y disciplina.

Esta es en verdad la impresión que para mí transmite plenamente Marcelo Ebrard, que se destacó siempre como funcionario de alto nivel y eficacia, como un workaholic –según él mismo nos lo dice– que a muy temprana edad tuvoel privilegio y la alta responsabilidad de ocupar cargos públicos de la mayor relevancia hasta llegar a cumplir 40 años consagrados a combatir lo que él define como el problema mayor de México: la terrible desigualdad congénita de un país tan lleno de riquezas y potencial como el nuestro.

Formado al lado de uno de los políticos más capaces de su generación, Manuel Camacho Solís, al que conociera cuando, impulsado por su abuela (una de las influencias más grandes e importantes que tuvo desde su infancia, y que significativamente caracteriza como feminista y vasconcelista), ingresó al prestigiado y exigente El Colegio de México (Colmex) para estudiar Relaciones Internacionales (su abuela lo reorientó en cuanto a su vocación cuando le dijo que su interés inicial era estudiar Sociología en la Autónoma Metropolitana).

Ebrard es una magnífica combinación de saber teórico y saber hacer, es decir, de teoría y práctica, pues cuenta con una sólida formación en una de las mejores universidades de México y en la Ecole Nationale d´Administration (ENA, hoy Institut National du Service Publique) de Francia.  Lo bien aprendido ha podido ponerlo en práctica desde el primer momento en que llega a la administración pública de México, para no dejarla jamás.

Prácticamente su carrera empieza con la ardua tarea de reconstrucción de la ciudad de México en 1986, luego llega a ser diputado independiente para crear un frente opositor al FOBAPROA, posteriormente junto a Camacho habría de fundar el Partido del Centro Democrático, por el que se postularía como candidato a Jefe de Gobierno de la capital en el año 2000.  Al declinar en favor de López Obrador, lo invita a formar parte de su gabinete, al que se integra en 2002 como titular de la Secretaría de Seguridad Pública en el entonces Gobierno del Distrito Federal, que gobernó entre 2006 y 2012 y al final de cuya gestión fue reconocido por ONU-Hábitat nombrándolo presidente de la Red Global de Ciudades Seguras para, finalmente, volver al gobierno de México como secretario de Relaciones Exteriores en uno de los momentos más complejos, en términos geopolíticos, de la historia reciente.

Baste recordar la complejísima y ríspida presidencia de Donald Trump desde la que presionó a nuestro país para la imposición de aranceles y la implementación de una política más severa en términos migratorios, combinado con la crisis causada por la pandemia.  En ese contexto, fue el canciller el responsable de la estrategia para abastecer a México, y a varios de nuestros países hermanos latinoamericanos, de vacunas en una situación por demás dramática, pues fueron producidas y acaparadas por las principales potencias a nivel mundial.

A todo esto habría que añadir la sucesión de crisis políticas concretas por las que tuvo que navegar Marcelo Ebrard, y que son en realidad, en su secuencia, el índice dramático de descomposición del régimen político mexicano que tanto estudiara y tan bien entendiera Manuel Camacho (sus textos “Poder: Estado o feudos políticos” y “Los nudos históricos del sistema político mexicano” me siguen pareciendo de los mejores diagnósticos de lo que México es como Estado moderno entendido como sistema organizado de poder) y en el epicentro de la cual ellos mismos estuvieron inmersos con el propósito de “abrir el sistema desde dentro” (labor para la que los dos fueron piezas esenciales), pues no se ha tratado solamente de ocupar cargos de responsabilidad pública de alta exigencia, sino de encarar estratégica, prudencial y arquitectónicamente, en efecto, crisis políticas de alta implicación histórica, social y personal como la crisis social derivada del sismo del 85, la crisis ambiental de la ciudad de los años noventa, la de Chiapas (1994) y la de la política nacional tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio y la crisis postelectoral del 2006.

La persistencia ante la adversidad, tal es la divisa con la que él mismo también se define, y es desde esa posición de entereza y templanza de carácter como nos presenta de frente Marcelo Ebrard la visión personal de su propia vida (Mi ayer, Mi Ahora y Lo que sigue, son las secciones del libro) y las claves de su proyecto de continuidad con cambio de lo que se denomina Cuarta Transformación; una transformación que, para él, debe de prolongarse desde la óptica estratégica de, y lo cito, “atraer de manera masiva inversión extranjera al país y con ello crecer más rápido y ensanchar la clase media, que es el gran motor del desarrollo. Mi objetivo –concluye– es que pasemos a ser un país con más de 50% de la población en ese segmento”.  

Por fidelidad al más clásico sentido republicano, los argumentos tanto del canciller, como los del resto de aspirantes a dirigir los destinos de México, deben de ser estudiados y razonados a consciencia, rigor y perspectiva histórica, sobre todo por aquello que decía De Gaulle en el sentido de que, para hacer Política con mayúscula, se debe de tener claridad respecto de dos y solo dos cosas nada más: un sentido de la historia y un sentido del Estado, lo demás es administración.  

Con “El camino de México”, el canciller Marcelo Ebrard pone las cartas boca arriba. Vale mucho la pena, por el bien de la república, saber cuáles son y por qué.

*La autora es Secretaria General de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión