Los políticos podrían aprender algo de los alcohólicos.
Estos, para empezar el proceso que les permita curar su adicción, lo primero que deben hacer, en una acción aplicable a todas las actividades humanas, es reconocer que existe el problema. “Soy Juan –el nombre es lo de menos– y soy alcohólico”, dicen ante sus compañeros de desventuras.
Si se diera la aceptación a la sugerencia, ésta tendría una diferencia. O varias según se vea.
Va el caso del PRI de Tamaulipas y de su dirigente estatal, como modelo de lo que podría esperarse para que ese instituto intente enmendar el camino de errores que lo condujo a la tragedia electoral que vivieron el pasado domingo. Palabras más, palabras menos, ésta podría ser la frase con la cual iniciar la marcha hacia una posible expiación de sus pecados:
“Soy Sergio. Y soy un inepto”.
El calificativo es el menos agresivo que pude encontrar, porque existen otros mucho más crudos y directos que definen con meridiana claridad el pobre, pobrísimo trabajo de Sergio Guajardo Maldonado al frente del tricolor en la Entidad, sin duda la peor etapa que ha vivido esa facción desde su nacimiento.
Guajardo tiene los días contados en el PRI tamaulipeco, como lo confirman los primeros barruntos de tormenta sobre su cabeza.
Dos días atrás, en una conferencia de prensa en la que no explicó nada y enredó todo, lo único rescatable de lo que dijo fue que ese partido requiere de una reestructuración, aunque se quedó corto. En realidad necesita una limpieza de supuestos líderes como él, que en la etapa más difícil de su existencia en Tamaulipas derivada de perder por primera vez la gubernatura, se dedicó a maquillar una entrega cotidiana del partido al poder estatal en turno. De hecho, con esa encomienda llegó y la cumplió a cabalidad, como lo demuestran los resultados electorales.
Ojalá los priístas pronto le digan adiós a Guajardo. Les urge…

LO BUENO ENTRE LO MALO
¿Dejó algo bueno esta elección presidencial?
Varias cosas en mi perspectiva, pero una de ellas por sí sola, si se conserva y sobre todo se fortalece, puede tener la dimensión de una verdadera revolución política.
Me refiero al fracaso del arma más utilizada en los procesos electorales cercanos. La más manoseada, la más pervertida: los baños de lodo.
Lance un vistazo al saldo de la jornada:
Los dos primeros lugares, el triunfador Andrés Manuel López Obrador y el segundo en votos, Ricardo Anaya, polarizaron los ataques más despiadados y las acusaciones más virulentas. Y prácticamente no sufrieron daño alguno, porque después de tantas andanadas al final obtuvieron las simpatías de la mayoría de los ciudadanos.
En otras palabras, la basura se les resbaló sin ensuciarlos. Por lo menos más de lo que pudieran haberlo estado.
¿Significa esto que por fin acabó en México el tiempo de que en las elecciones gana el menos malo y no el mejor?
No me atrevo a soñar tanto, pero lo que sí me animo es a vislumbrar una esperanza de eliminación gradual de ese mundo de porquería en que se han convertido esos ejercicios cívicos en por lo menos los últimos 20 años, durante los cuales los electores no podíamos asomarnos a la sala o al jardín de los candidatos, porque lo único que nos mostraban de sus casas era el excusado.
Ojalá los partidos políticos y gobiernos aprendan esta lección.
Ojalá que en las siguientes ediciones electorales sus representantes reinventen sus estrategias proselitistas y traten de convencernos con un juego limpio. ¡Qué refrescante sería eso!

LA FRASE DEL DÍA
“La política es una guerra sin efusión de sangre; la guerra una política con efusión de sangre”
Mao Tse Tung

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