La vida para muchos de nosotros, es un continuo ir y venir en el espacio y en el tiempo, en ocasiones lo hacemos a conciencia, y otras veces, impulsados por un movimiento relativo que nos lleva a hacer cosas sólo por hacerlas, porque, por lo general, su resultado no tiene una gran significancia para nuestra existencia, explicándose esto, tal vez, por la necesidad que tiene nuestro organismo de gastar el exceso de energía que acumulamos al estar consumiendo calorías de más.
El dinamismo que experimentamos durante la vigilia, es estimulado, además de nuestra voluntad, por la energía que emana de sol, de tal manera, que el estado de vigilia, es el espacio y el tiempo preciso para desarrollar todo lo que nos proponemos o a lo que nos obligamos socialmente; normalmente lo hacemos interactuando con otras personas; por otra parte, la noche nos ofrece la oportunidad de entrar en otro espacio y, en ocasiones, a otro tiempo, aunque nuestro cuerpo físico se vea ahí, tendido de manera inerte sobre nuestra cama.
Tanto en el día como en la noche, se pueden vivir, lo que daré en llamar “espacios de soledad inadvertidos”, que, bajo mi observación, aquejan más a los adultos mayores, a personas que viven en abandono físico o emocional, a enfermos crónicos y a discapacitados, en quienes muchas veces, ese sentimiento se pone en evidencia, por un trastorno depresivo recurrente.
Hay situaciones importantes que nuestro ajetreado día a día, no nos permite observar, entre éstas, están los lapsos de soledad inadvertida, que muchos de nuestros seres queridos, experimentan con mayor frecuencia, cuando su vida productiva declina, motivada por la adultez mayor y la discapacidad; y condiciona una dependencia de grados diferentes.
Observar los lapsos de soledad inadvertida de un ser querido, no es lo mismo que sentirlos, el que sólo los observa, los ve como una condición propia de la evolución y desgaste de la vida humana; el que los siente, mira hacia su interior, y descubre que es inconcebible, aceptar que esté ocurriendo ese fenómeno, porque nadie que proceda de la misma sangre y de la misma carne, puede tener un corazón indolente y carecer de misericordia.
Madre, me diste la vida, me diste tu amor, me alimentaste y me cuidaste, me protegiste y me educaste, sanaste mis heridas, me diste espacio cuando lo necesitaba, pero siempre estuviste conmigo en el espacio y el tiempo que eran tuyos e hiciste míos. ¿Hacia dónde ven tus ojos cuando estás sola? ¿Hacia dónde va tu pensamiento? Una hora de soledad en tu espacio y tu tiempo, suele ser para ti una eternidad.
“Entonces el rey dirá a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino celestial, que os está preparado desde el principio del mundo: porque yo tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me hospedasteis; estando desnudo me cubristeis, enfermo y me visitasteis, encarcelado y vinisteis a verme y consolarme” (Mt 25:34-36)
“En verdad os digo: Siempre que lo hicisteis con algunos de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis.” (Mt. 25:40)
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