En Tamaulipas, como en muchas regiones de México, el campo agoniza, y lo hace no por falta de manos dispuestas a trabajar ni por desconocimiento técnico, sino por el abandono sistemático del que ha sido víctima. La tragedia rural actual es consecuencia directa de políticas públicas insuficientes, de la indiferencia institucional y de condiciones económicas y climáticas cada vez más adversas.
Según datos del Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP), en 2023 la producción agrícola nacional cayó un 4.3% respecto al año anterior. En Tamaulipas, el golpe fue aún más duro: cultivos clave como el sorgo, el maíz y el algodón reportaron pérdidas de hasta el 30%, debido principalmente a la sequía prolongada y la falta de apoyos eficientes.
La Comisión Nacional del Agua (CONAGUA) ha declarado que el 94% del territorio tamaulipeco enfrenta condiciones de sequía, muchas de ellas extremas. En regiones como el altiplano y la frontera chica, los agricultores han perdido hasta tres ciclos consecutivos de cosecha. ¿Cómo se puede sostener un sistema productivo en estas condiciones, sin acceso a seguros, créditos accesibles ni infraestructura de riego adecuada?
El otro enemigo silencioso es el costo de producción. Según estimaciones del Consejo Nacional Agropecuario, el precio de los fertilizantes aumentó más de un 50% en los últimos dos años, impulsado por factores internacionales y por la dependencia de importaciones. El diésel agrícola también sigue al alza, mientras que los precios de garantía ofrecidos por el gobierno, lejos de ajustarse a la realidad, se han quedado estancados. Para muchos productores, sembrar hoy significa perder dinero.
El resultado es desolador: más de 200 mil productores han abandonado sus tierras en la última década, según el INEGI, y cientos de comunidades rurales han perdido población joven, que migra ante la falta de oportunidades. Lo que antes eran polos de desarrollo agrícola hoy son zonas empobrecidas y olvidadas.
El discurso oficial insiste en la “autosuficiencia alimentaria” y en el supuesto fortalecimiento del campo. Pero los hechos contradicen el relato. Programas como “Producción para el Bienestar” o “Sembrando Vida”, aunque bien intencionados, son limitados, focalizados en regiones específicas, y en muchos casos, mal ejecutados. Mientras tanto, los pequeños y medianos productores —quienes alimentan a la mayoría del país— siguen excluidos del modelo de desarrollo rural.
Esta crisis no solo amenaza la economía del campo, sino la seguridad alimentaria nacional. México importa actualmente más del 40% del maíz que consume, y más del 70% de su trigo panificable. Hemos pasado de ser una nación que producía lo que comía, a una dependiente del exterior para sostener su dieta básica. Esto nos hace vulnerables, no solo en términos económicos, sino geopolíticos.
Se necesita una estrategia integral, seria y de largo plazo para rescatar al campo mexicano. No bastan apoyos asistencialistas. Se requieren inversiones en tecnificación, financiamiento justo, infraestructura hídrica, apoyo a la comercialización, y lo más importante: voluntad política para colocar al agro en el centro del desarrollo nacional.
EL CAMPO NO PIDE LIMOSNA, PIDE CONDICIONES. PIDE RESPETO, PIDE JUSTICIA.
PORQUE SIN CAMPO, NO HAY PAÍS.