Ser joven en México hoy no es una ventaja; es una prueba de resistencia. No porque falte talento, ganas o preparación, sino porque el país se ha convertido en un terreno cada vez más hostil para quien intenta construir un futuro sin padrinos políticos, sin herencias y sin concesiones al discurso oficial.

La narrativa gubernamental insiste en que “los jóvenes son el futuro”, pero la realidad cotidiana demuestra que para millones de ellos ese futuro fue pospuesto indefinidamente.
Terminar una carrera ya no garantiza empleo, mucho menos estabilidad. Los salarios iniciales son precarios, la informalidad se normaliza y la experiencia laboral se exige incluso antes de obtener el primer título.

A esta ecuación se suma una educación pública que, lejos de fortalecerse, ha sido debilitada, la eliminación de evaluaciones, el desprecio por la excelencia académica y la improvisación de contenidos han reducido la competitividad de los estudiantes mexicanos frente a un mundo cada vez más exigente. No se trata de ideología, sino de resultados: Jóvenes menos preparados compiten por menos oportunidades.

El sistema de salud, que debería ser un respaldo mínimo para quien empieza su vida productiva, tampoco está a la altura. Jóvenes sin seguridad social enfrentan hospitales sin medicamentos, citas postergadas y una atención que depende más de la suerte que del derecho. Enfermarse en México, siendo joven y sin recursos, es un riesgo financiero y humano.

Pero quizá uno de los golpes más duros ha sido el abandono del emprendimiento juvenil. En gobiernos anteriores existieron programas de proyectos productivos, incubadoras, créditos accesibles y acompañamiento técnico para quienes buscaban generar empleo, no pedirlo. Muchos de esos esquemas fueron cancelados bajo el argumento de combatir la corrupción, pero sin ser sustituidos por alternativas funcionales. El resultado es claro: Jóvenes con ideas, pero sin capital; con iniciativa, pero sin respaldo.

Hoy el apoyo estatal se reduce, en muchos casos, a transferencias que no generan crecimiento ni independencia económica. Ayudan a subsistir, sí, pero no a progresar. Un país que conforma a sus jóvenes con sobrevivir está renunciando a su propio desarrollo.

El problema no es sólo económico, es social. Cuando el esfuerzo no se recompensa, cuando estudiar no abre puertas y cuando emprender se vuelve una hazaña solitaria, la frustración se convierte en caldo de cultivo para la migración, la informalidad o, en el peor de los casos, para que el crimen organizado aparezca como falsa opción de movilidad social.

Desde 2018, con la llegada de Morena al poder, se prometió poner a los jóvenes en el centro de las políticas públicas, sin embargo, la realidad es que se les colocó en el centro del discurso, no de las soluciones estructurales. Gobernar no es repetir consignas; es crear condiciones reales para que una generación avance.

Ser joven en México no debería ser sinónimo de precariedad, incertidumbre o resignación. Pero mientras se sigan destruyendo oportunidades en nombre de una supuesta transformación, los ecos de la realidad seguirán recordándonos una verdad incómoda: Ningún país puede aspirar a un mejor mañana si condena a su juventud a vivir sin él.

Porque el futuro no se decreta, se construye.