Hay quienes nacen en una ciudad y nunca la abandonan, pero jamás logran habitarla. Y hay quienes cruzan continentes sin hogar fijo y, aún así, llevan la casa en el pecho. No es una metáfora cursi, es una constatación amarga: El lugar en el mundo no siempre es geográfico. A veces, es una fractura. O una pregunta sin respuesta.
En estas fechas, cuando la maquinaria emocional de las fiestas obliga a fingir pertenencia, alegría y tradición, la pregunta “¿dónde está mi lugar?” se vuelve insoportable para muchos. Nos sentamos a la mesa con parientes que hace años no vemos y cuyos abrazos se sienten más protocolarios que afectivos. Miramos a viejos amigos y ya no los reconocemos: hablan de cosas que nos parecen banales, ríen de chistes que ya no entendemos. Y el vértigo aparece: “¿He cambiado yo o han cambiado ellos?” Tal vez ambas. Tal vez el tiempo, como decía Heráclito, no solo fluye: también disuelve.
La nostalgia es una ladrona astuta. Nos roba el presente con la promesa de un pasado que nunca fue tan perfecto como lo recordamos. Y cuando volvemos al “hogar” de la infancia, descubrimos que no es más que una escenografía vacía, un templo abandonado al que no sabemos rezar. El exilio, entonces, ya no es sólo político o físico: Es ontológico. Estamos fuera incluso cuando estamos dentro.
Sin embargo, tras el desencanto viene el trabajo más arduo: El de volver a habitarse. Porque en algún momento, si uno sobrevive al desarraigo sin anestesiarse, descubre una verdad incómoda pero liberadora: Estar en casa es estar bien con uno mismo. La paz no se alquila por código postal ni se hereda con el apellido. Es una conquista íntima, silenciosa, como la serenidad de Marco Aurelio escribiendo sus Meditaciones en medio del campo de batalla.
Claro, ese sentimiento no se compra con libros de autoayuda ni se logra con afirmaciones frente al espejo. Exige una reconfiguración radical: Dejar de buscar aprobación externa, dejar de mendigar pertenencia, y asumir como diría Nietzsche, que toda forma de identidad auténtica nace del exilio, del rompimiento, de la voluntad de no pertenecer si ello implica traicionarse.
En una época que celebra la conexión constante y la pertenencia tribal, decir “me basta conmigo” suena a herejía o a arrogancia. Pero es, en realidad, la forma más elemental de honestidad. El que ha hecho las paces con su sombra ya no necesita multitudes ni genealogías. No reniega de su pasado, pero ya no lo necesita como ancla. Su lugar en el mundo no es un punto fijo, sino un centro de gravedad interno.
Así que no, no todos tienen un “lugar en el mundo” del que puedan hablar con orgullo. Pero algunos pocos, han logrado algo más valioso: Ser el lugar. Convertirse en su propia morada, sin importar el exilio, el aeropuerto o el silencio de las reuniones familiares. Son los que han entendido que “volver a casa” no siempre significa regresar, sino reconciliarse.