Caminaba descalzo con los pantalones doblados de la bastilla, apenas contaba con diez años de edad, y en cada paso iba levantando el polvo del camino, pues en aquel maravilloso tiempo de mi infancia, el pueblo permanecía casi intacto al tiempo de la juventud de mis abuelos, de ahí que el llamado progreso, sólo llegaba a la calle principal y algunas vialidades donde el caserío era mayor, por lo que podía considerarse el centro y el casco de la hacienda de San Francisco, por ello, al salir de lo pavimentado, nuestros pies se ponían en contacto con la bendita tierra, y eso nos hacía formar parte de la misma, como un solo cuerpo.
Recuerdo que aquel día llevaba en mi mano izquierda un carrizo de regular tamaño, cuyo tercio medio recargaba sobre el hombro, tal y como lo había visto en una serie de televisión donde los niños eran protagonistas de inolvidables aventuras; recuerdo que platicaba tan amenamente con Gilberto y dos de nuestros amigos de la infancia; iba lo mismo que ellos, tan despreocupado y feliz, sin que ningún remordimiento me perturbara, ni siquiera pesaba sobre nosotros la advertencia de nuestra abuela Isabel de no introducirnos tanto en el monte, por aquello de que una víbora pudiera mordernos o la aparición de un famoso perro con rabia, que había hecho de las suyas y se hallaba escondido en alguna parte de la espesura de la sierra y sus alrededores; sí… de vez en cuando, sonreíamos al recodar alguna travesura de los días anteriores; pero en esa ocasión, me llenaba de ilusión el poder desplazarme sin ningún temor, por lo que tranquilamente nos dirigíamos a pescar sardinas a un arroyo cercano que se encontraba dentro de un paraje poco visitado, incrustado en la mediación de un terreno, propiedad de Don Juan, un hombre campirano de avanzada edad, de marcha titubeante, ocasionada por la edad y una probable enfermedad de los huesos de sus piernas, hombre que por cierto, acudía con frecuencia a surtir mandado a la tienda de abarrotes de la tía Chonita; he de confesar, que a pesar de verlo con relativa frecuencia, nunca me atreví a pedirle permiso para ingresar a su terreno, tal vez por vergüenza, tal vez porque en aquel lugar todos nos sentíamos parte de una misma familia; mis hermanos, mi primo Gilberto y yo, éramos conocidos más que por nuestros nombres, sí como los nietos del tío Virgilio y de doña Chabela.

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