La Palabra de Dios escrita en la Biblia que se proclama en la misa de este domingo plantea una enseñanza y da material para que el creyente examine su caminar y vea qué tanto cree en el Señor Jesús.
Cuando se contempla al Señor Jesús se descubre que en él no existe la apariencia, su personalidad marcada por la presencia del Espíritu de Yahveh es clara y transparente, tan evidente que se puede identificar sin dificultad; en el texto del Evangelio de este domingo, Mc. 8:27-35, se ve que el pueblo ha sabido reconocerlo: “¿Quién dice la gente que soy yo? Algunos dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías y otros que alguno de los profetas”. La gente ha dado un paso importante, pero no definitivo: comienza a ver, aunque difusamente, la figura mesiánica de Jesús.
En el texto aparece otra pregunta dirigida a los Doce: “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?” Aquí no hay lugar para las dudas, los discípulos han caminado con el Señor y han experimentado la riqueza y la fuerza de sus palabras, ellos saben más que el pueblo, Jesús los eligió para revelarles “todo lo que ha escuchado de su Padre”. La respuesta de Pedro es clara: “Tú eres el Mesías”.
No obstante, aflora una duda: Pedro, quien se ha pronunciado desde su fe, ahora se descubre aterrado y suspicaz, “se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo”. Para muchos de los creyentes, como para Pedro, el éxito de un líder va acompañado de privilegios e inmunidad, de donde se pretende obtener beneficios. “¡Apártate de mí Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres”.
Jesús llamando a la multitud y a los discípulos, les dice contundente: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.
¿Cuál es el precio de la vida? Desde la óptica del Evangelio hay un juicio de valor entre dos opciones: uno perder la vida por el Evangelio, y dos, ganar todo el mundo.
La primera es más exigente y comprometedora, comienza por una opción personal “quien quiera venir conmigo”, seguida de la renuncia a sí mismo y la decisión de cargar la cruz hasta perder la vida.
La segunda opción no representa dificultad alguna para la persona, aunque sí beneficios aparentes: “ganar todo el mundo”, para “asegurarse”, así, la salvación; es llamativa por la magnitud de lo que está en juego “todo el mundo”, aunque incierta: “pues el que quiera salvar su vida -de esta manera- la perderá”.
Se puede orar con palabras del Salmo 114: “Caminaré en la presencia del Señor. Amo al Señor porque escucha el clamor de mi plegaria, porque me prestó atención cuando mi voz lo llamaba”.
Que el buen Padre Dios les conceda la paz y la alegría.