El pasado 29 de mayo se cumplieron 570 años de la caída de Constantinopla, uno de los tres acontecimientos fundamentales que marcaron el fin de la Edad Media y el arranque de la Modernidad en un sentido histórico. Los otros dos fueron la Toma de Granada por los Reyes Católicos, en enero de 1492, y el descubrimiento de América pocos meses después. Eventos en verdad trascendentales para comprender el mundo desde entonces hasta nuestros días.
La toma de Constantinopla, ocurrida efectivamente el 29 de mayo de 1453, supuso un avance fundamental en el despliegue de uno de los más importantes califatos de la historia: el Otomano, que se funda alrededor de 1299. Lo que hoy es Turquía es precisamente su legítima heredera.
Recordemos que el califato es el par islámico de los reinos cristianos de la Europa occidental, los cuales evolucionaron de la “polis” griega al imperio romano, y de ahí a la “civitas” cristiana para desembocar, alrededor más o menos del siglo XVII, en el Estado moderno en su diversidad de modulaciones: el absolutista, el liberal constitucional, el totalitario y el actual Estado democrático de derecho. Esta secuencia política es literalmente LA secuencia que define lo que es occidente, es decir, lo que somos.
Los califatos serían entonces la contrafigura de esa secuencia histórica, organizados tras la muerte de Mahoma en el 632 de nuestra era (recordemos por tanto que el islam surge como avasallante religión histórica en el siglo VII, para la comprensión de lo cual es imprescindible el libro de Henri Pirenne “Historia de Europa. Desde las invasiones hasta el siglo XVI”). En ese año surge la disputa por la sucesión del profeta, a raíz de la cual se desprenden las dos principales ramas que conocemos: la sunita y la chiita.
Históricamente, y en una aproximación muy general, los principales califatos (para algunos casos podríamos tal vez usar el término de imperio) se dividen en lo que se consideran como “califatos continuos”: los Cuatro Ortodoxos (632-661), con capital en Medina; el Omeya (661-750), con capital en Damasco; el Abbasí (750-1571), con sucesivas capitales en Kufa, Bagdad y El Cairo; y, en efecto, el Otomano (1299-1924), con capital en Estambul a partir de 1453 precisamente, antes Constantinopla; y los “califatos independientes”: el Fatimí (909-1171), con capitales en Kairuán y El Cairo; el Omeya de Córdoba (929-1031) y el africano de Sokoto (1809-1903).
Para dimensionar lo que estoy diciendo en el sentido de su vigencia en la actualidad, tómese nota de que el último califato que todavía pervive en nuestro presente es ni más ni menos que el Estado Islámico (de 1999 al presente), para el conocimiento aproximado del cual les recomiendo mucho la magnífica y escalofriante serie “Califato” (2020), así como “Punto de Inflexión: El 11S y la guerra contra el terrorismo” (2021), ambas de Netflix.
Este sistema de califatos es la plataforma geopolítica enfrentada de manera radical, a partir del siglo VII, al sistema de reinos cristiano-medievales que, con el descubrimiento de América precisamente –y aquí es donde nosotros entramos en escena–, se convertirían en imperios universales de régimen absolutista (principalmente el inglés y el español), y que a su vez, tras las revoluciones Atlánticas de fines del XVIII y principios del XIX, se convertirían en un sistema de naciones políticas de régimen monárquico constitucional o ya de plano republicano.
La caída de Constantinopla en 1453 es entonces un verdadero punto de inflexión, considerado por Stefan Zweig como uno de los momentos estelares de la humanidad, recordando su clásico libro en donde dedica precisamente un capítulo a la descripción de la noche previa a la toma de la ciudad de Constantino: la llegada de los musulmanes a sus murallas, hasta entonces impenetrables, mientras que los cristianos se aglomeraban en la Catedral de Santa Sofía para rezar por el destino que les aguardaba.
Es un punto de inflexión porque, si bien es cierto que el mundo musulmán venía ganando los territorios alrededor de Constantinopla, al tomar la ciudad en 1453 terminan con la esencia de Bizancio, que fue primero una colonia griega antigua situada en la Tracia (que hoy es una región central de los Balcanes) y sobre una parte de lo que hoy es Estambul, y que fuera una matriz civilizatoria de primer orden en donde se entretejió la cultura griega, la latina y, tras su refundación por Constantino el Grande en el 330 poniéndole su nombre (Constantinopla), la cristiana, para pasar a ser a partir de entonces la capital del Impero Romano de Oriente.
Recordemos que el Imperio Romano de Occidente, la Roma italiana, cae en manos germánicas a finales del siglo V d.C., a raíz de la invasión de migrantes godos encabezados por Alarico El Godo; el de Oriente (es decir Bizancio, y aquí lo que recomiendo es el libro homónimo de la historiadora británica Judith Herrin) cae hasta 1453 en manos otomanas e islámicas. Como los germanos al final se cristianizan, la ruptura del orden político no fue tan drástica. Lo verdaderamente duro vino con las invasiones islámicas, que desde el siglo VIII produjeron una verdadera hecatombe civilizatoria, que el Imperio Bizantino resistió estoicamente durante 700 años hasta el día de su caída. Por fortuna, para entonces Europa ya estaba lista para convertirse en lo que hoy conocemos, pues creció y se fortaleció bajo los preceptos de la cultura greco-romana y cristiana.
Sirva este texto para recordar y agradecer el pasado glorioso del Imperio Bizantino y de su capital, Constantinopolis, sin la cual Europa y el mundo Occidental no habrían sido posibles.
*La autora es Secretaria General de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión