Es una pregunta que muchos de nosotros hicimos a papá o mamá en su tiempo, cuando las dudas eran muchas, quizá no más que ahora, pero no teníamos la experiencia que dan los años: los padres, finalmente, eran la guía y el ejemplo de todos los que soñábamos con “ser grandes” y tener una carrera.

Y tristemente, la comunicación entre padres e hijos se está perdiendo poco a poco, porque hemos cambiado prioridades como el trabajo y el hogar, las reuniones sociales y el peligroso juego de la Internet y redes sociales, que se han convertido en el tutor prioritario de nuestros hijos, y en donde hemos dejado voluntaria o involuntariamente, la mayor parte de su formación y de su ejemplo para formar un criterio propio.

Hemos perdido tiempo precioso sin platicar con ellos, porque hay muchas cosas antes que la necesidad de hacerlo. Los hijos cuestionábamos todo, desde aquella etapa del “por qué” donde los padres se desesperaban porque preguntábamos de todo, hasta nuestros días, cuando llegábamos a preguntar una opinión acerca de lo que pensamos hacer o cómo quisiéramos lograrlo.

El caso es que hoy, nuestros hijos son prestados más que nunca, y los dispositivos móviles ejercen una férrea y egoísta paternidad sobre ellos; la mayoría prefiere estar en su teléfono “inteligente” antes que platicar con los padres o hermanos.

Se dan casos en que los mismos padres impulsamos a nuestros hijos para que no nos interrumpan, y de esa manera seguir con nuestras actividades o programa favorito. Lo grave, muy grave, es que ese fenómeno o problema -como se le quiera ver- se repite en gente de edades que rondan los 40 años, cincuenta, sesenta y más, es decir: todos estamos estupidizados con las redes viendo barbaridades que publican imberbes e impertinentes seres que pocas veces tratamos y los etiquetamos como “amigos”, y lo único que hacen es chulear la foto de la chica que publica, o criticar al sistema de gobierno, sea del partido que sea. También, nos vanagloriamos por leer entre nuestros contactos a esas “madres luchonas” que piensan que el primer paso para serlo es manejar una serie de palabras antaño impublicables, despotricar e inferir maldiciones como cualquier carretonero, pretendiendo convertirse en mujeres “liberadas” o no sabemos qué pretenden demostrar.

Y no porque no conozcan o deban manejarse con esos lenguajes, albures y vulgaridades, sino porque no se escucha ni ve bien, ni en ellas, ni en ellos.

Y convertimos esas redes en tutores de nuestros hijos y pensamos que están mejor informados que nosotros, cuando la verdad es que tienen tanto dato, tanta información que no saben qué hacer con ella, porque no ha sido dosificada ni nada por el estilo.

Es el tiempo de rescatar a nuestros hijos, y mientras más temprano sea, mucho mejor: que sepan que papá o mamá puede escucharlos, y que siguen siendo lo más importante, aunque no lo único, y deberán entender que existen tiempos de trabajo, de diversión y de convivencia, pero que siempre estaremos ahí para ellos.

Llegó la hora de volver a tomar la rienda y jugar un poco a ser padres como lo hicimos en aquellos años en que la infancia era inocencia, diversión y no había balazos ni violaciones. Llegó la hora de tratar de darles calidad a cada uno de ellos, y compartir los momentos que la vida nos permita, convivir, disfrutar, comunicarnos adecuadamente, y despejar juntos las dudas existentes.

Si no hacemos lo anterior, estaremos condenados a ser recordados como los padres que nunca se preocuparon por sus hijos, salvo procrearlos, y ellos estarán condenados a crecer como en la selva: abriéndose paso con sus propios esfuerzos e instinto, sin orientación, sin apoyo, y sin el cariño que con un regalo de un modernísimo teléfono inteligente pretendemos suplir.

El cariño, la compañía no tienen versión: los celulares sí, y cada una tiene caducidad. El amor de los padres y hacia los padres es, o debe ser eterno.

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