¿Por qué estamos tan enojados? ¿Cómo es que hemos olvidado el camino de la prudencia en la convivencia con nuestros seres queridos, sin dejar de lado a todos aquellos con los que compartimos la mayor parte de nuestras horas laborales?
De pronto, queremos que nuestra opinión prevalezca por encima de todos, que se atiendan de inmediato y sin discutir nuestras órdenes, queremos sobresalir,ocupar los primeros espacios con una creciente necesidad de reconocimiento, incapaces de manejar la frustración que deriva de vernos relegados o,simplemente, cuestionados.
Sin poder evitarlo, nos vemos envueltos en un caos emocional sin orden y sin límites, porque no podemos ser ajenos al daño que ocasionamos en quien descargamos nuestra ira.
¿Dónde ha quedado la paciencia y la empatía que alguna vez aprendimos de nuestro diario coexistir en nuestras familias con nuestros propios hermanos?
Traemos tan a flor de piel la respuesta agresiva, antecualquier situación adversa así sea simplemente porque alguien nos habla o nos ve de tal forma que no nos gusta. Al borde de los labios, brota al instante la palabra altisonante y grosera, que lastima la dignidad de quien nos escucha, o pasamos a ignorar materialmente su presencia.
Perdimos el valor del respeto y la consideración para con nuestros semejantes. Pareciera que andamos buscando culpables para desquitarnos el coraje de nuestras propias frustraciones, incapaces de reconocer nuestros errores, de aceptar las consecuencias de nuestras malas decisiones, o tomar conciencia de nuestros miedos.
Todo es competencia y tenemos prisa por demostrar nuestras grandes capacidades de liderazgo, para imponer nuestras ideas en una máxima demostración de manipulación y control de los demás.
Cuánto nos afectó ver anuladas nuestras ilusiones, ver en el piso el esfuerzo realizado por años y vernos obligados a empezar de nuevo. La pandemia nos confrontó con lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Apenas estamos abriendo las puertas del encierro obligado, de la ausencia del contacto humano.
En estos años de Coronavirus, aprendimos el rechazo y la desconfianza. Nos impusieron caminar con mascarilla ocultando nuestra propia respiración. ¿Cuánto de todo ello ha desencadenado en nosotros al instinto de supervivencia ante la amenaza constante de la muerte?
¿Cómo se vio afectada nuestra conducta tras vivir en medio de las más desgastantes emociones como el miedo, la incertidumbre, la impotencia, la tristeza, el enojo y la frustración?
Cuántos hemos perdido la posibilidad de un sueño profundo y reparador, cuántos más hemos sido invadidos por la depresión y la ansiedad por tantas ausencias todavía imposibles de superar.
No hemos tenido tiempo para llorar lo suficiente. Estamos siendo rebasados por todas las circunstancias adversas que día a día enfrentamos en ese túnel del que nos parecía muy difícil salir con vida y que nos vino a hacer presente cuánta fragilidad existe en el ser humano, por más avances que alcance en la ciencia y en la tecnología.
El nuevo amanecer, no nos recibió con un sol radiante como esperábamos. No hemos superado totalmente la tragedia humanitaria de la pandemia y la guerra entre Rusia y Ucrania está presente con todas sus consecuencias sociales, económicas y emocionales. La incertidumbre sigue. Todo exige más y más esfuerzo.
Estamos enojados porque no bastan las 24 horas para satisfacer nuestras necesidades vitales. Las malas noticias nos persiguen. Nuestros ingresos en las más de las veces, no van acordes con nuestro esfuerzo; las deudas nos ahogan y los intereses de las tarjetas de crédito suben, los precios de la canasta básica se elevan como nunca en los últimos años y se hace difícil atender las necesidades básicas de alimentación, vestido y educación de nuestra familia; las condiciones ambientales amenazan nuestra existencia sobre el planeta, y el estrés cotidiano de las horas inmersas en el tráfico desde las primeras horas de la mañana, acaban con las reservas para vivir el resto del día con un poco de tranquilidad.
Ya el Dalai Lama reconoce que “el enojo es uno de los problemas más serios que el mundo enfrenta hoy”, no ha sido fácil asimilar todo lo que hemos vivido en los últimos meses donde luchábamos por sobrevivir, y para colmo, en vez de encontrar un espacio seguro donde reposar y reparar las fuerzas, nos vemos en medio de un laberinto en el que no encontramos una salida.
Pero evidentemente el enojo no es la mejor alternativa, porque como dice Buda: “Aferrarse a la ira es como agarrar un carbón caliente con la intención de tirarlo a otra persona. Eres tú el que se quema”.
Ya habremos de intentar algo que nos alivie el alma.
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