Llevaba de la mano a mi pequeño nieto José, de dos años, cuando al pasar por una pastelería se negó a seguir caminando, pensé que le habían llamado la atención las figuras decorativas, pero estaba equivocado, el niño empezó a pedirme le comprara una pequeña tarta de fresa, y curiosamente al lado de este delicioso pastelillo se encontraba uno de mis antojos consentidos: un irresistible pay de nuez; cerré los ojos para no caer en tentación, recé un Padre Nuestro y suavemente jalé de la mano a mi nieto, pero éste se aferró a una esquina del vitral donde se exhibían aquellos manjares; recordé entonces que el padre de los niños, dentro de sus reglas de convivencia familiar decretó: Nada de azúcar para mis hijos; pero era demasiado tarde, mi yo médico de fortaleza inquebrantable, dio paso a mi yo desvalido, débil pecador, y rápidamente tomé en mis brazos al pequeño José y ambos entramos con una gran sonrisa a aquella casa del pecado, el niño se decidió por un pequeño pay de fresas y yo por un gran pay de nuez. Mi madre me había vuelto adicto a dicho postre; ella sabía cómo consentirme y no importaba que se tratara de una fecha importante, ella se ponía a hornear y a mi regreso de la escuela aparecía aquella delicia en medio de la mesa, esperando a ser consumida con aquel placer que sólo los buenos conocedores saben darle a la gastronomía.
Tanto mi nieto como yo, nos dimos a la tarea de darle una buena mordida a nuestros respectivos postres, yo miraba la carita de aquel ángel y él, miraba la mía, de condenado, por romper mi dieta, pero yo sé que tanto mi niño como yo, recordaremos algún día lo mucho que disfrutamos aquella tarde de otoño, en una de las concurridas calles de nuestra amada ciudad Victoria, y pensar que todo lo hicimos por el placer de comer.
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Por el placer de comer
Llevaba de la mano a mi pequeño nieto José, de dos años, cuando al pasar por una pastelería se negó…