Un día de esos, que aparentan ser oscuros en mi vida, buscando la luz me alejé del bullicio, y habiendo encontrado un sitio donde me sentí a solas, me puse a meditar sobre lo que me estaba ocurriendo; cuando logré poner en orden mis ideas, dirigí la mirada al cielo, y sabiendo que mi Maestro me observaba, sin decir una palabra le pregunté si tenía derecho a sentirme cansado, decepcionado y entristecido porque no lograba hacer feliz a los que tanto amaba, y sin esperar una señal proveniente del universo, empecé a enumerar a cada uno de ellos, empezando por mi madre, mi esposa, mis hijos, mis hermanos, mis amigos, mis compañeros, mis pacientes, en fin, la lista parecía interminable, por lo que concluí que todo podía haberse resumido en una sola palabra: mi prójimo; y encontré en ello un estado de relajación, que me hizo sentí que la paz retornaba a mi alma; moviendo mi cabeza de un lado para otro, de mi boca salieron las siguientes palabras: ¿Estás aquí verdad? Siempre lo has estado, me has hecho venir por este camino, de aparente sin color a mis ojos, sin el menor ruido en el ambiente, para encontrarme con ésta simulada soledad y poder poner en alerta todos mis sentidos, para encontrarme ante tu divina presencia. Pude sentir cómo entrabas a mi mente, y cómo hacías a mi corazón hablar. Me has hecho saber que soy demasiado exigente al definir la felicidad, y que me dejo llevar por la más mínima señal de inconformidad de los demás, haciéndome responsable de su mal interpretada actitud de infelicidad. Si mi Señor ya lo sé, no soy un simple mortal, porque como a todos los que tenemos fe y creemos en ti, me has llamado hijo, y siempre has sido un Padre amoroso que me cuida, que me enseña, porque tú eres el camino, la verdad y la vida.

“Pedir y se os dará: buscad, y hallareis: llamad y os abrirán. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá.” (Mt 7:7-8)

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