Al caer la tarde, el canto de las cigarras, el perfil de la sierra aparentemente dibujado sobre el tono azul que se apagaba en el firmamento y mi pensamiento, acudían a la cita para despedir el venturoso día; y sí, para que negarlo, la nostalgia fue inevitable, porque cada segundo de la claridad del día que estaba por terminar, se había disfrutado en una niñez, que necesitaba llenar el vacío de los anhelos perdidos en el tiempo en el que se construye con amor la seguridad en sí mismo, la confianza en los demás y los puentes para establecer la comunicación con el futuro.

Cada tarde de fin de verano y principio del otoño, me encontraba sentado en el único escalón del umbral de la puerta principal de la casa mayor, esperando el momento, en el que el último rayo del sol, rozara la cúspide de la enorme encina, para escuchar, los últimos días de la sintonía del canto de los cicádidos machos, que anunciaban también la llegada del anochecer, aceptando con ello, la brevedad de la etapa, para llegar al momento de dejar de soñar despierto, para soñar dormido.

Las aisladas lámparas de la vía pública, luchaban desesperadamente por sacar de la oscuridad al pueblo que no requirió de cumplir con los estándares para ser denominado mágico, porque la magia siempre reinó en el ambiente, en cada hogar, en cada familia, en cada uno de sus habitantes, en los caminos y en las veredas, en cada llano y en cada cerro, en cada árbol y en cada juego de aquellos niños que tejieron las mil y una historia en el pensamiento de aquel viajero de cada verano, que sufría la metamorfosis de niño a viejo con cada atardecer, pre arrullado con el canto de las cigarras que enamoradas le pedían a la noche, les dejar terminar con alegría un día más de su corta vida.

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