Para no caer en la tentación, se requiere de tener mucho temple, y es que, cuando se llega a la edad madura, sí, esa en la que el cuerpo te exige cordura entre el poder y el querer, esa, que con el tiempo te da la oportunidad de exhibir y poner en práctica la sabiduría que debiste haber acumulado por tantos años, para concederte una tregua de honor, y no se perciba una actitud que evidencie ni un vencido, ni un vencedor, y te permita entrar en pacífica conciliación, no solamente con tu entorno, sino contigo mismo,  esto, con la finalidad de dejar atrás la osada rebeldía, alentada por el exceso de energía y un dejo de inconciencia e impulsividad, que en ocasiones, te vuelve sordo, otras ciego, otras arrojado y hasta altanero, y que después, te cobra cada una de las malas decisiones tomadas en la vida, y que de nuevo, con resignación fingida, te empeñas en justificar con una de aquellas múltiples frases conciliadoras que seguramente, son de la autoría de los que recorrieron el mismo camino y tropezaron más de una vez con la misma piedra, hasta adquirir tal experiencia, que los volvió doctos en el arte de la consejería popular.

Para no caer en la tentación, un hombre como yo, tiene que dejar de ver con los ojos y de escuchar con los oídos, para ver con la mente y escuchar con el corazón, porque sólo así, se puede analizar con cordura y suficiencia de elementos, para privilegiar la equidad y en su caso, decir lo que se piensa con igual contundencia, ya sea callando, para que el silencio hable, o para responder con apego a la justicia, con un enfoque de mayor pluralidad.

Se pueden decir muchas cosas, pero si alguno de mis cultos lectores se preguntara: ¿Qué está tratando de decirnos este aprendiz de escritor? encontraría cada uno, sin equivocarse, la respuesta más acertada; porque lo que me hizo caer en tentación a mí, fue un delicioso polvorón con nuez.

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