¿A dónde ir cuando la tormenta pareciera ser de tal magnitud que se vuelve intimidante? ¿Dónde encontrar una mirada que no refleje el temor? ¿A dónde ir que no se hable de lo mismo, de aquello que contribuye a exacerbar el miedo? ¿Dónde quedaron las poses valientes del ayer? Hoy somos un pueblo lleno de temor, débiles en nuestra fe, acobardados, buscando dónde refugiarnos, dónde escondernos.

Las puertas de la cordial convivencia permanecen cerradas, y en el interior de los hogares, sólo se escuchan murmullos y algunas veces lamentos. Hemos hecho crecer enormemente a nuestro enemigo, el cual, se suponía, sólo estaría de paso, y ahora se quiere quedar a vivir con nosotros, para seguir alimentándose del miedo, consumiendo nuestra felicidad, nuestra alegría, nuestra tranquilidad, nuestra paz.

Si algo ha puesto de manifiesto nuestras debilidades, nuestra cobardía, es la pandemia, de hecho, sin necesidad de tener que imponer alguna ideología, nos coloca en la igualdad como mortales, porque la pobreza o la riqueza, no son moneda de cambio para salir bien librados, donde el género no importa, y la edad, empieza también a dejar de ser un distintivo que pueda exhibir nuestra vulnerabilidad.

Ya no podemos seguir escondiéndonos, debemos de enfrentar al enemigo, con las herramientas elementales que nos exige un autocuidado escrupuloso para evitar el contagio, para evitar que se aloje el virus en nuestro cuerpo; para que desplace nuestra fe, nuestro amor por la vida, para que nos arrebate la esperanza de un mejor mañana.

Cuando el temor llegue a tu vida, por alguna causa desconocida, piensa en el amor de Aquél que te dio la vida, piensa en su divina misericordia y encomienda tu salud al Buen Pastor.
“Pues no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve” (Jn 3:17)

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