Es imposible guardar silencio cuando la democracia comienza a erosionarse frente a nuestros ojos. No por un golpe de Estado ni por una ruptura abrupta del orden constitucional, sino por una destrucción lenta, sistemática y paulatina que se disfraza de discurso popular y de supuesta superioridad moral. Así comenzó Venezuela. Y así, lamentablemente, comienza a parecerse cada vez más México.

Quienes hoy gobiernan el país desde Morena insisten en descalificar cualquier voz crítica, para ellos, no existe la pluralidad: solo hay aliados o enemigos. Los medios de comunicación que cuestionan son “adversarios”, los opositores políticos son “traidores” y los ciudadanos que piensan distinto son señalados, estigmatizados o minimizados. Esta narrativa no es nueva en América Latina; es el libreto exacto que precedió al colapso democrático venezolano.

La historia es clara. Hugo Chávez también llegó al poder por la vía electoral, respaldado por el hartazgo social y un discurso que prometía acabar con la corrupción y devolverle el poder al pueblo, pero una vez en el gobierno, comenzó la concentración del poder, el debilitamiento de las instituciones, el control de los medios y la persecución política. Todo, siempre, bajo el argumento de que “el pueblo” justificaba cualquier decisión.

En México ya estamos viendo señales que deberían encendernos todas las alarmas.

Cuando un Poder Judicial no se alinea, se le reforma; cuando un organismo autónomo incomoda, se le descalifica; cuando el árbitro electoral no se somete a la narrativa oficial, se le presiona. Y mientras tanto, a la prensa que investiga se le busca desgastar todos los días desde la mañanera y la tribuna del poder. No es debate: es desgaste. No es crítica: es advertencia. Porque cuando se quiere imponer una sola versión de la realidad, lo que sigue es que quien piensa distinto empiece a callar… por miedo, por cansancio o por hartazgo.

Como mexicana, me preocupa profundamente este rumbo, no porque defienda privilegios ni porque me oponga al cambio, sino porque conozco el valor de las instituciones, de la pluralidad y de las libertades que tanto han costado construir. La democracia no es perfecta, pero es infinitamente mejor que cualquier proyecto autoritario disfrazado de justicia social. Por eso resulta especialmente grave normalizar discursos que buscan callar, intimidar o someter a quien piensa distinto. Cuando el poder no tolera la crítica, deja de ser democrático.

México aún no es Venezuela. Pero Venezuela tampoco cayó de un día para otro. Cayó cuando se dejó de señalar, cuando se justificaron los excesos, cuando el miedo venció a la conciencia. Hoy estamos a tiempo de detener ese deterioro, pero eso exige valentía, memoria histórica y participación ciudadana.

Defender la democracia hoy no es una postura partidista: es una responsabilidad histórica. Callar, en cambio, siempre ha sido el primer paso hacia la pérdida de la libertad.