Como era su costumbre, a estas fechas ya estaría todo preparado para festejar un cumpleaños más, mi padre Salomón Beltrán García, estaría cumpliendo noventa y un años, y de haberse cuidado seguiría estando fuerte física y mentalmente, pues como suele decirse tenía “muy buena madera”.

Siempre he tenido duda respecto a la veracidad de la frase que cita “Cada quién vive como quiere”, mi padre decía en vida que él estaba viviendo a su manera, o sea, como él quería vivir, y a los ojos de la familia, el vivir a su manera no era aprobado del todo por la familia y por su descendencia, y no porque queríamos adjudicarnos el derecho de opinar al respecto, porque nos quedaba muy claro que mi padre, en ese sentido, no aceptaba opiniones; no sé si sus amigos, que los tuvo por montones, alguna vez lo invitaron a bajarle al ritmo de vida tan acelerado que lo caracterizaba, a mí me daba la impresión, que vivía una fiesta interminable y que así como él lo concebía, los que solían acompañarlo, tenían el mismo concepto.

Él llevaba por dentro algo que lo impulsaba a ser así, tenía prisa por vivir, por liberarse de algo que lo ataba, pero no era en sí la familia procreada, mucho menos la hermosa mujer con la que había decidido intentar encontrar el camino que buscaba; por mucho tiempo tratamos de entender su filosofía, luchamos por mantenerlo dentro de una línea de congruencia afectiva, exhibiendo nuestras necesidades emocionales, pero él no estaba dispuesto a renunciar a las suyas, al menos, no totalmente; pues sentía que la vida le estaba debiendo algo que le arrebató, en los momentos que más lo necesitaba. Ni mi madre, ni mis hermanos nos dimos por vencidos, porque cuando se ama intensamente a una persona se quiere lo mejor para ella, pero llegamos a la conclusión que él tenía muy claro, que su vida le pertenecía solamente a él y haría con ella lo que quisiera. Nunca nuestra crítica fue destructiva, buscamos afanosamente reconstruir el tejido familiar y poner a sus pies la fórmula que más le agradara, pero su ruta ya estaba trazada, así es que nos dedicamos a una sola cosa, a amarlo como él quería, sin ataduras de ninguna especie.

A mí me hubiera gustado llegar a conocer más su alma, misma que en ocasiones, se asomó cuando podía liberarse del pesado yugo que cargaba en su mente; era un alma hermosa, llena de alegría, con un gran potencial para amar y ser amada.

A mí me hubiera gustado, estar tan cerca de él en un momento de su soledad, observarlo, sentirlo, tocarlo y decirle cuánto lo amaba, decirle que siempre podía contar conmigo, y Dios me concedió esa oportunidad, porque en aquel momento decisivo en el que su alma salía de cuerpo, la pude contemplar hermosa como era, sonriente, acudiendo al llamado del Señor. Él y yo en aquella soledad, en una emotiva despedida silenciosa pero muy sincera, y pude decirle lo que yo tanto quería hacerle saber: Nunca te abandonaré Padre.

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