El calor era intenso en aquellos días de verano, difícil resultaba dormir sin abanico, el sudor solía despertarme por la madrugada y me obligaba a tomar agua, y faltando poco para el amanecer, me dirigía al techo de nuestra casa con un cobertor y una sábana, el primero la hacía de colchón para no sentir tanto la dureza del cemento y la segunda, para cubrir mi cuerpo pues temía convertirme en el alimento de los zancudos. Como era de esperarse, se me dificultaba un poco dormir, entonces, aprovechaba aquel momento de paz y de quietud, escuchando sólo algunos sonidos provocados por algunos insectos, más, sin poder evitarlo, me quedaba mirando el hermoso cielo tan lleno de estrellas, pero en esa inmensidad visible del universo, siempre me llamó la atención el brillo más intenso que apreciaban mis ojos, y que investigando un poco, me enteré de que era el llamado lucero de la mañana o Venus; con el tiempo me acostumbré a su presencia y al no tener con quien dialogar a esa hora, me hacía a la idea de que ese astro tan brillante me escuchaba, no sólo solía platicarle mis congojas, también le hablaba de mis alegrías, lo mejor de todo era la fantástica sensación de sentirme escuchado y acompañado; cuando el estado del tiempo no me permitía subir más al techo para contemplar el cielo, y la soledad me acosaba, me sentía triste, pero la esperanza de volver a sentir la paz de aquel ambiente, mantenía mi ánimo. Pasado el tiempo, se agregaron otros factores para allegarme los momentos de paz tan deseados, por las noches, en mi cama, pensaba que el techo era el cielo y en mi imaginación podía ver la brillante luz que iluminaba los espacios grises y oscuros de mi vida, repetí tantas veces esa práctica, que empecé a sentir de nuevo la paz, concluyendo con ello, que no importa en dónde me encuentre, yo tengo el poder de hacer brillar mi vida mientras tenga fe en lo que creo.
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