Un buen día llegué a mi hogar después de salir de mi trabajo, al abrir la puerta de la entrada, un delicioso aroma llegó a mi sentido del olfato, era el inconfundible olor que se produce al estar horneando gorditas de harina de azúcar; me fui directamente hacia la cocina y me encontré con la sorpresa de que mi nieto Emiliano de nueve años, que se encontraba sobre un banco, con un palita en la mano, ataviado con un delantal de Chef, dándole vuelta a las gorditas en el comal de acero, que estaba sobre las hornillas de la estufa; me recibió con su hermosa sonrisa, y luego me dijo, que esperara un poco de tiempo para que saliera la primera pieza de esa deliciosa producción, para darle el visto bueno, y a  su lado se encontraba la abuela consentidora, llena de orgullo porque su nieto ya sabía elaborarlas, pues bajo su supervisión, había  mezclado todos los ingredientes necesarios, había amasado la masa, la cual dejo reposar un tiempo, para hacer las bolitas que habría de poner en la tortilladora para prensarlas, hasta darles  el tamaño preciso, colocándolas  después en el comal previamente calentado. Pues bien, impaciente esperé para comer una de estas delicias y lo califique con un diez, pero al tratar de comer otra de sus tortillas, el niño me detuvo, y me dijo que el paquete de tres, costaría quince pesos. Una hora más tarde platiqué con él y me dijo que   se había puesto de acuerdo con  su abuela para iniciar el negocio de venta de gorditas de harina de azúcar; lo felicité por su actitud emprendedora y luego me preguntó, que si yo no tuviera más mi trabajo como médico, a qué otra cosa podría dedicarme, pero antes de que pudiera contestarle, él se contestó a sí mismo y dijo que seguramente me dedicaría a escribir enfoques, porque bien sabía de mi agrado por este arte, pero también le comenté que sabía hacer otras cosas; entonces  me preguntó que cuál había sido mi primer trabajo en la vida, y le comenté que cuando tenía cinco años de edad, mi primo Gilberto Medellín Caballero era dueño de un cajón de bolear calzado y me había hecho su socio, pero temeroso de que yo le manchara los calcetines a los clientes, nunca me dejó, ni enjabonar el calzado, ni ponerle crema y grasa, únicamente mi especializada función, consistía en darle el último trapazo, después de que él cepillaba vigorosamente; mi primo me  daría por aquella operación diez centavos, porque el cobraba cincuenta centavos, y yo acepté gustoso, pero ponía tanto esmero en aquel trapazo final, que el brillo de los zapatos reflejaba, no solamente mi interés por hacer las cosas bien, sino que en ello  dejaba impresa la huella de mi espíritu, y entonces  todos los clientes sin excepción, después de pagar los cincuenta centavos acordados a Gilberto, me daban a mí el mismo pago; desde entonces  y sin saberlo, Jesús,  con su palabra, obraba en mí la transformación que habría de ir ocurriendo con el paso de los años.

“¿Acaso no puedo yo hacer de lo mío lo que quiero?: ¿o ha de ser tu ojo malo o envidioso, porque yo soy bueno? De esta suerte, los postreros en este mundo serán primeros en el reino de los cielos; y los primeros, postreros. Muchos empero, son los llamados; más pocos los escogidos.” (Mt. 20:15-16)

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