Reconstrucción, renovación o transformación, cualquiera que sea el término que se emplee en el discurso para tratar de hacer mejor las cosas en un país, en un estado, en la familia misma, debe de ir acompañado de una férrea voluntad, una incuestionable valentía y probados valores positivos para lograrlo.
Las palabras tienen un gran poder si la fuente de donde provienen, cuenta también con la solidez moral para sostener lo dicho y aterrizarlo sin escusas en la práctica; las palabras que sólo asoman una demagógica intensión de lograr un cambio, se desinflarán como globo al término de la fiesta.
Las palabras selectas, aquellas que llevan un sentido claro y una dirección precisa, llegan con mayor facilidad a las personas que anhelan que los cambios las beneficien en lo individual y no en lo colectivo.
Las personas que desean fervientemente cambiar para bien la situación en su entorno y de su comunidad, por lo general no andan buscando un beneficio personal, de hecho, nadie les ha pedido que intervengan a favor de las causas colectivas, acuden al llamado de su conciencia para tratar de ser una pequeña pieza del enorme engranaje que mueve la maquinaria de los grandes cambios, pues bien saben que para mover al mundo, se requiere más que un deseo de hacerlo.
Las crisis siempre serán oportunidades para emprender los cambios favorables, y no pretextos para justificar las dificultades que se enfrentarán para lograr la transformación de lo que se pretende.
Los mexicanos somos un pueblo fuerte en muchos aspectos, sobresaliendo nuestra capacidad para levantarnos después de recibir golpes contundentes, propinados, entre otros causales, por los fenómenos naturales o por los errores del hombre; los mexicanos somos un pueblo que nunca pierde la esperanza, por eso, sexenio tras sexenio, estamos prestos a seguir a un liderazgo que realmente sea congruente con las muchas necesidades que tenemos; los buenos mexicanos somos personas con una sólida fe en un poder que está muy por encima de los buenos propósitos, de las voluntades endebles, de las ambiciones desmedidas, somos un pueblo temeroso de Dios, con suficiente humildad como para no perder la noción de que todos estamos hechos del mismo barro, reconociendo por ello, que todos somos hermanos y debemos estar siempre unidos; los buenos mexicanos somos un pueblo amante de la paz y de la justicia, que busca afanosamente cimentar la verdadera democracia, aquella que deje de ser sólo un legado efímero, documentado en los propósitos constitucionales, pero fallido en la práctica cotidiana.
Los buenos mexicanos somos un pueblo orgulloso de nuestras raíces, amante de nuestras tradiciones y costumbres, un pueblo, que sabe llorar de tristeza y de alegría, que expresa sus sentimientos abiertamente, porque no tiene nada que esconder, porque su espíritu nunca duerme, está siempre atento a todas las oportunidades, para demostrar que las necesidades, sobre todo aquellas que causan sed de justicia, de paz y equidad, nunca serán acalladas por la esperanza fallida de un cambio proveniente de las palabras vacías que se vierten al aire.
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