En este tiempo frío se antojan muchas cosas, de eso platicaba ayer con mi esposa, cuando me pidió fuera a comprar unas barras de chocolate popular y un litro de leche; desde luego, yo quería sumarle un par de conchas recién salidas de la panadería, pero ella insistió, en que sería mejor tomar sólo el chocolate.

Mientras me alistaba para ir a comprar lo que se requería para la merienda, al estar atando las cintas de mis zapatos, ella me insistió en que me cubriera bien, me trajo una bufanda y un gorro para la cabeza, en ese momento le dije: cómo me recuerdas a mi abuela Isabel. Ella respondió: todas las mujeres tenemos ese sentimiento de sobreprotección, así es que no te asombres, y a propósito, ¿a qué viene el comentario? Bueno es que mi abuela Isabel era muy especial, en este tiempo previo al invierno y en plena temporada, además de abrigarnos bien, le gustaba mimarnos cuando estábamos husmeando en la cocina, buscando algo para comer, recuerdo que atizaba la lumbre de la chimenea, buscando apurar que la leña se convirtiera en brasas para después subir una pequeña silla tejida de palma a la que ella llamaba “la silleta”, siempre procurando una distancia adecuada para no sufrir alguna quemadura, nos sentaba en ella diciendo: Para que esté calientito mijo, después abría un cajón del trinchador y sacaba una bolsa de papel estraza café, donde guardaba un buen número de nueces, que según decía, se las compraba a alguno de los hijos de los vecinos, cuando estos pasaban ofreciéndolas. Las nueces no era del tipo cáscara de papel, eran más pequeñas y duras, pero tenían un sabor exquisito; de hecho, ella tomaba un puño de las nueces y las ponía sobre el piso de la chimenea y con la mano del metate las partía, nos enseñaba cómo sacar de manera íntegra el corazón de las mismas, cosa en la que yo fracasaba por lo general, porque no tenía paciencia para ir quitando las capas de la corteza. Recuerdo que aquel calor era tan agradable, que invitaba a observar detenidamente cómo se consumían los leños por el fuego, produciendo una sensación de apego a lo que era un verdadero hogar, resultando después, difícil a la abuela tratar de bajarme, haciéndola prometer que al día siguiente repetiríamos aquella tan agradable actividad. En una ocasión me preguntó: ¿Por qué te entercas tanto en seguir trepado en la chimenea? Recuerdo que le contesté: Siento que el calor de la lumbre me mantiene muy unido a ti, además, el olor que deja el humo en mi ropa me permite tenerte presente por muchas horas, también me gusta que me des a comer corazones de nuez, mientras yo le pido a Dios que nunca se termine el fuego de este hogar; después de decirle eso, mi abuela tomó la parte baja de su delantal de tela, de cuadros cafés, y muy discretamente se secó las lágrimas, al darme cuenta le dije: ¿Por qué lloras abuelita? Y ella respondió: No estoy llorando, es el humo que me pica en los ojos, mejor bájate porque tú tienes también muy irritados los tuyos.

Al día siguiente, ya estaba “la silleta” en la chimenea, y un puño de nueces semipartidas, esperándome para intentar mantener completo mi corazón, sin que éste se me hiciera pedazos.

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