Navego en el mar callado de mis tristezas y mis lamentos, camino en el desolado bosque de la desesperanza, bajo un cielo más gris que mis pensamientos oscuros y negativos; pero a pesar de tantas calamidades, causantes de mis tormentos, no dejo de navegar, no me rindo al agotamiento, causado por la marcha incesante por el camino interminable de la incertidumbre; y mis ojos, mi cansados ojos, no dejan de mirar el firmamento, porque mi compañera de viaje es la fe y con ella viaja también la esperanza, por lo que me anima, el hecho de que en cualquier momento, la nave de mi vida retomará el rumbo correcto; y mi caminar entre los árboles que permanecen dormidos, por el desprecio y la ignorancia, al contacto del espíritu que me mueve, les devolverá la energía ausente, y por la sequedad de sus raices que se estiman muertas, correrá de nuevo la vitalidad restablecida, al sentirse regados por la sangre del cordero.
Y la semilla buena, la que procede del sembrador del universo, la semilla divina que dio su vida para germinar en el corazón de nuestro huerto, nos pone a salvo de nuestro proceder necio e inconsciente, para resucitar con él a una vida nueva.
Navego por el mar callado del arrepentimiento, guardando un extremado silencio, para poder escuchar el llamado del que perdonará mis pecados y moldeará con su palabra mi ser, para convertirme en un hombre nuevo.
Caminaré sin tardanza, sin temor y sin tropiezo, la luz del amor de Jesús ilumina mi vida, creo en él, como él cree en mí, me mantendré siempre con mi lámpara encendida.
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