Qué pequeño ha de ser el cielo que hoy te permiten ver tus ojos, qué desesperante buscar las estrellas, cuando se interpone una loza de cemento que no cambia de color, y cuando desvías la mirada en busca de acompañamiento, todas la figuras humanas que se acercan, parecieran ser las mismas, a menos que escuches la voz de quien se acerca, pero en ocasiones no te basta el sonido, necesitas de las palabras vivas, y en el tono en que se dicen, puedes llegar a identificar, por la emoción que de ellas emana, quién es el que te habla.
Hoy estuviste muy callada, tu mirada recorría mi cuerpo tratando de saber quién te hablaba, de mi boca no salía nada conocido para ti y seguramente te preguntabas: ¿Quién está ahí? ¿Qué quiere? ¿Qué dice?.
Después desviaste tu mirada, tratando de buscar en tu pequeño cielo, a Aquél a quien reconocerías aunque no lo vieras, para que te diera las respuestas; fue entonces que comprendí que necesitabas algo más que mi voz, lo supe cuando extendiste discretamente tu brazo y los dedos de tu mano izquierda rozaron suavemente los dedos de mi mano derecha; entonces, sin saber cómo o por qué, me transformé en niño, tus párpados se abrieron ampliamente y tus ojos brillaron llenos de sorpresa, lloraste por unos instantes, pero era tanta tu alegría, que empezaste a jugar conmigo, y mi yo niño jugó con su madre los mismos juegos con los que me reconfortaba cuando me sentía triste, cuando también lloraba quejándome en silencio de la soledad que sentía cuando te veía partir, dejándome por primera vez en la escuela. Sabes madre, nunca pudiste engañarme, sé que te quedabas parada en la esquina, hasta que dejabas de escuchar mi llanto, hasta que dejaba de pedirle a Dios que regresaras por mí, porque era tanto el miedo de perderte y de perderme en aquella ausencia que no deseaba.
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