Platicaba con unos amigos de la juventud cómo era posible que en esa época nos sintiéramos invencibles; uno de ellos comentó que por ser jóvenes nuestra fortaleza no admitía fracasos; otro más dijo: si teníamos fracasos, siempre encontrábamos oportunidades para salir vencedores y recuperar nuestra idea de ser invencibles; mientras los escuchaba me remonté a ese tiempo y me pregunté: ¿Y tú Salomón, por qué te crees invencible? Y la respuesta siempre fue: Porque tengo una larga vida por delante. Entonces, la palabra clave era la vida, pero, conforme pasó el tiempo, ni cuenta nos dimos que toda esa fortaleza y ese sentimiento de poder se iban reduciendo, de tal manera, que el entusiasmo se iba apagando y la vida con él. En realidad somos más vulnerables de lo que pensamos, y así puedas tener juventud y una anatomía envidiable, tarde o temprano, ese ímpetu triunfador se va reduciendo hasta dejarte tan indefenso, que hasta un ligero viento del norte te puede llevar a un estado crítico. Entonces lo que realmente puede hacernos sentir invencibles, es el espíritu, pues esa fuerza no depende del vigor del cuerpo material, depende de un poder supremo proveniente del Creador del universo. Pero ¿quién puede aceptar que algo que es intangible e invisible pueda existir y pueda animar una voluntad corporal? solamente quien logra madurar espiritualmente, con oportunidad, puede entender, que la vida misma depende de la fortaleza de ese espíritu.
El poder entender que lo que nos anima a intentar las cosas más de dos veces cuando se tiene una derrota, es el espíritu, quien nos llevaría a tener confianza en sí mismos, para poder vencer cualquier situación que quiera fragmentar esa estructura, que sirve de escudo primario a nuestro poder supremo.
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