(Intro: Lo mejor que debemos cultivar en la próxima década, para renovar de raíz el sistema de salud pública en México.)
Hace exactamente un año, por estos días, se descubrió en el laboratorio de infectología de Wuhan, China, el SARS-CoV-2, virus que marcó de manera inesperada y dramática el año gregoriano del 2020.
Ocioso buscar lo bueno, lo malo y lo feo de este año en otro evento que no sea la aparición, expansión y contención de la COVID-19.
Lo feo: hasta el día de ayer, el registro mundial marcaba 77 millones de casos y oficialmente más de un millón 700 mil personas muertas. En todas partes se habla de subregistros y de exceso de mortandad, es decir, de muertes que podrían ser por COVID-19, pero de lo cual no existe certeza, o de muertes colaterales por falta de camas, respiradores o atención oportuna para personas enfermas de otros padecimientos, ya que el sistema de salud pública de la mayoría de los países está concentrado en atender la pandemia.
Tan feo como los decesos directos por COVID-19 fueron sus secuelas económicas, sociales, políticas y sanitarias. La economía mundial retrocedió a niveles no vistos desde el siglo pasado, en tiempos de la Gran Depresión. El rango de caída de la economía mundial será de entre -4 y -6 por ciento, a la par que la violencia intrafamiliar, los feminicidios y los suicidios han aumentado conforme se prolonga el confinamiento.
Para el colmo de males, a unos días de anunciarse la distribución de las primeras vacunas contra la COVID-19, Reino Unido anuncia un rebrote, a partir de una nueva cepa, más agresiva y más contagiosa.
Feo y odioso a la vez es que el coronavirus se haya comportado como un acelerador de las desigualdades y vulnerabilidades de una sociedad enferma de individualismo, discriminación y falta de humanismo. El virus se ensañó con la población más pobre, con las personas adultas mayores y olvidadas, y con quienes son más débiles, inmunológicamente hablando.
Lo malo: que aún no se aprenda la lección de esta pandemia. La COVID-19 nos ha revelado lo enfermo que está el planeta Tierra. Enfermo por la contaminación de sus aguas, de sus suelos y del aire. Enfermo por el calentamiento global, que está acabando con las barreras naturales que antes se encargaban de contener los virus endémicos (selvas, manglares, bosques, ríos, lagos, etcétera).
La politización de la pandemia es otro de los saldos negativos. En todas partes, las autoridades sanitarias han sido sometidas al desgaste de la “grilla” electoral. Desde la solicitud de renuncia hasta juicios penales contra profesionales de la medicina y de la ciencia por parte de la clase política y partidos, el Parlamento fue convertido en paredón de juicios sumarios contra los zares anti-COVID-19.
En esta perspectiva debemos ubicar también a los gobiernos locales, que exigen administrar la aplicación de la vacuna, cuando aún está fresco en la memoria colectiva el fraude criminal contra niñas y niños con cáncer en Veracruz, a quienes la autoridad sanitaria estatal suministraba agua destilada en lugar de ampolletas contra su enfermedad.
Lo bueno: la comunidad científica internacional, que logró generar la vacuna en tiempo récord; la población civil que siguió las indicaciones de seguridad sanitaria, para evitar la propagación de la enfermedad, y las heroínas y los héroes de batas blancas (personal médico y de enfermería) que, a pesar del agotamiento y las carencias hospitalarias, han dado lo mejor de sí para enfrentar a un enemigo desconocido, pero desafiante. Esto no es sólo “lo bueno” del 2020, sino lo mejor que debemos cultivar en la próxima década, para renovar de raíz el sistema de salud pública en México.
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