En aquellos cálidos días de verano, después de haber trabajado arduamente en las tareas domésticas de la casa grande de los abuelos maternos, era tan relajante zambullirse en aquel par de piletas que el abuelo había construido para regar los árboles frutales sembrados en su solar, y aunque el abuelo Virgilio no se oponía a que disfrutáramos, siempre le preocupaba el hecho de que sufriéramos un accidente, por eso nos dejaba un par de horas hacer de las nuestras, y después de tomar la siesta vespertina se dirigía a las piletas, y disimulando enojo nos llamaba la atención diciéndonos que sólo pensábamos en divertirnos y nos olvidábamos del trabajo, entonces mi primo Gilberto y yo le recitábamos una por una las acciones que habíamos desempeñado desde que los gallos cantaran temprano por la mañana, entonces el abuelo nos escuchaba, pero insistía en que dejáramos de bañarnos y detallaba todo lo que faltaba por hacer. No nos cabía la menor duda que era un hombre de trabajo continuo y no sabía parar, siempre encontraba tareas para ocuparnos y nosotros después de terminadas las faenas y haberle tomado la medida a cada uno de sus movimientos programábamos nuestras horas de esparcimiento, de hecho, había ocasiones en las que dormíamos con ropa para que apenas amaneciera, y en complicidad con la abuela Isabel, escapábamos; por eso ella que se levantaba siempre muy temprano, ya tenía listo el café de olla y un puñado de galletas de animalitos, que había tomado de la tienda de abarrotes que atendía en el primer turno de 5 a 8 am, mientras la tía Chonita se preparaba para suplirla.
Dichosos días de nuestra niñez en los que agarrábamos la fresca y nos dirigíamos hacia el monte, ya sea en busca de chile piquín, nueces, plantas aromáticas silvestres (poleo, yerbabuena, manzanilla) que ocupaba la abuela y la tía Chonita para salsa, postres e infusiones en caso de que presentáramos algún cólico.
Qué sabroso era comer, cuando el hambre llegaba a un punto en que durante aquellas largas caminatas, llegábamos hasta tener alucinaciones, como comentara, mi querido primo Gilberto, cuando decía: Ya me estoy imaginando los guisos de mi abuelita que nos espera en el comedor.
Fuimos incansables mientras disfrutábamos a plenitud la naturaleza, pero sobre todo, por haber tenido la dicha de tener una familia fuera de serie. Recuerdo que en una ocasión mi madre sacó de una caja de zapatos unas gasas que contenían los vestigios de los cordones umbilicales de sus primeros hijos, y como no tenían nombre yo le preguntaba: Mamá ¿cuál es mi cordón umbilical? y como ella sabía lo mucho que amaba a mis abuelos y a aquella tierra bendita donde vivieron, ella contestaba: Lo enterré en el solar de tu abuelito, por eso los árboles frutales del huerto siempre dan abundantes frutos.
El Paraíso sí existe, yo estuve ahí y disfruté de todo lo bueno que Dios me obsequió.
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