Cómo me hubiera gustado haber tenido plena conciencia en la infancia, para que sin dejar de ser un niño, haber tenido el poder de detener el tiempo, para atesorar todos los momentos en los que fui feliz, ya sea al lado de mis padres, mis abuelos, mis amigos y compañeros de clase, pero todo fue fluyendo tan rápido, que acaso pude disfrutar de los juegos propios de la edad, porque a la claridad del día se presentaba la noche; así como llegaban aquellos días de lluvia, en los que no teníamos permiso para salir de casa, no sé cómo me dejaba convencer por mi hermano mayor, para que sigilosamente nuestro delgado cuerpo se deslizara entre la reja de la ventana, dejando previamente en el interior de la casa camisa, pantalón y zapatos, y en aquella libertad condicionada, saltar entre los charcos y dejar que las gotas de lluvia golpearan nuestro cuerpo como si fuera una enorme regadera, que nos preparaba para dirigirnos a la alberca artificial que se formaba en aquella calle que tenía un declive especial y un emparrillado para recolectar el agua que amenazaba siempre con desbordarse para anegar los hogares cercanos. Cuál miedo diría entonces mi hermano mayor, tú disfruta y báñate como si estuviéramos solos en la vida ¿cuál miedo de morir ahogados? si siempre confiamos en nuestra natural destreza para salir bien librados de todo riesgo ocasional; y aquellos temporales, no eran nada en realidad, comparados con la furia que nuestra desobediencia despertaba en nuestro padre; ¿qué cómo nos descubría? bastaba ver y escuchar el llanto y los sollozos de nuestra madre, que al darse cuenta del peligro que enfrentaríamos, y no poder darnos alcance por tener que cuidar de los demás críos, se tenía que resignar a esperar a que regresáramos; por eso la veladora siempre estaba encendida y ella, la santa, la mejor madre del mundo, elevando una plegaria para que Dios nos regresara sanos y salvos, regaños de ella sí había, pero más eran las caricias, después vendrían los interrogatorios para saber quién lidereaba, pero igual papá nos tupia parejo, uno por ser de poca conciencia y el otro ,o sea yo, por taimado, pero cómo podía dejar solo a mi hermano si nuestra madre siempre me decía que cuidara de él porque era muy aventado, aunque a decir verdad, nunca pude con él, nunca escuchaba consejo, bueno, tal vez lo hizo o lo quiso hacer cuando crecimos, como aquel día en que Toño se subió al techo después de haber consumido no sé qué y se decía ser Dios, que era indestructible, recuerdo bien ese día porque nuestra madre lloró como nunca y me hizo subir al techo, ya no éramos niños, o tal vez nuca dejamos de serlo, pero nos había llegado la juventud y en ese tiempo nos imponía retos mayores, ambos queríamos saber quiénes éramos y que estábamos haciendo en la vida; ese día, él pensó que era Dios, estaba ataviado con un ropaje parecido al que se utilizaban en el tiempo de Jesús; mi hermano se acercaba mucho al borde donde terminaba el techo y yo después de hablarle con insistencia, me acercaba para jalarlo al centro; siempre he sido el hermano menor ¿cómo pretendía que me hiciera caso? En un momento la discusión fue tal que se desató una tormenta inusual sobre el cielo que nos veía, y sin saber de dónde o cómo, yo pude hablar más fuerte que mi hermano y lo hice bajar.
Cómo me hubiera gustado tener plena conciencia para haber entendido lo que estaba ocurriendo; ahora quiero pensar que en aquel momento ambos conocimos a Dios.

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