Los jueves son el día que mi esposa escogió para invitar a comer a nuestros hijos y nietos; y mientras yo me encuentro aún en el trabajo, estoy pensando en dónde estacionaré mi auto cuando llegue, quién me recibirá al llegar, cuántos brincos tenderé que dar para evitar pisar a los niños que acostumbran tirarse al piso a jugar, dónde me sentaré, porque nuestra sala es petit, qué turno me tocará para sentarme a comer, qué turno tenderé para poder acceder al baño, cómo solicitarle sutilmente a mis nietos adolescentes que me permitan utilizar mi computadora, quién me ayudará a recoger los juguetes que están regados por toda la casa, en qué momento se desocupará mi cama para recostarme un rato, quién me auxiliará a reconfigurar la televisión una vez que todos la utilizaron; en fin, la lista de los cómos y los quién podría ser interminable, pero con el tiempo he comprendido por qué mis abuelos tenían un carácter fuerte y parecía que vivían enojados con nosotros; la única diferencia que encuentro, tomando en cuenta la época en que me tocó el rol de nieto, de visita en casa de los abuelos, es que las reglas eran totalmente diferentes, pues se caracterizaban por ser estrictas y promovían una conducta ordenada, responsable y solidaria con todo los quehaceres domésticos y laborales propios de lo que dábamos en llamar “Las casas grandes”, porque aunque hoy quisiera que mi casa tuviera esa denominación, no lo lograría, pues el espacio de nuestro hábitat es pequeño, y siendo la nuestra una generación sometida a un estricto control natal por decreto, se supone, que sería propia para albergar a siete nietos, tres hijos, una nuera, un yerno, nuestra amada Rita, la hermana de mi esposa, y por supuesto los dueños y señores de la casa.
Pues bien, el jueves pasado llegué como siempre temeroso de encontrarme todo lo anterior, afortunadamente, encontré estacionamiento y quise dirigirme rápidamente al interior del sagrado hogar, pero de inmediato me encontré con algunas vallas humanas, teniendo que hacer uso de mis mermadas habilidades gimnasticas para no causar lesiones a nuestros pequeños nietos cuando los evadía, mediante artísticos saltos; mi esposa al verme apenas me saludó y continuó con su tarea de anfitriona superdotada, así es que me dije, me voy a resguardar en mi taller literario, y por supuesto, mis dos nietos mayores, ya adolescentes, estaban ocupando el recinto señalado, así es que, les pedí amablemente se retiraran pero estaban totalmente absortos uno en su celular y el otro viendo videos en mi computadora, para cuando los convencí, mi estado de ánimo no era muy agradable, lo que no pasó desapercibido para el pequeño José Manuel y su hermana María José , quienes se desaparecieron por un instante, mientras su abuela acudía a consolarme, entonces María le obsequió un flor de las llamadas teresitas, por cierto actividad que realizan todos los días y me enoja porque no dejan las flores en la planta; María Elena se puso feliz con el obsequio de la niña, mientras yo le llamaba la atención por cortar las flores, para entonces llegó José Manuel con otra flor de teresita, pero había una enorme diferencia, la flor de María lucía esplendorosa, mientras que la de José Manuel tenía un triste aspecto; le pregunté el por qué no me había traído una flor tan bonita como la de su hermana y el niño contestó que como le había llamado la atención a su hermana, prefirió tomar del suelo una flor ya marchita para que el detalle no me fuera a molestar, pero señaló que por estar marchita no dejaba de ser una flor y que la aceptara porque con ello me demostraba que me amaba.

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