Cuando niños, mi primo Gilberto y yo, requeríamos de meditar, nos íbamos al centro del solar de la casa de mis abuelos maternos, donde existía una gran piedra que parecía ser una silla en la parte de arriba y por la de abajo un pequeño nicho donde llegamos a pensar que formaba una pequeña cueva donde se escondían los conejos que aún se veían en aquel paraje. Si recibíamos algún regaño o unos azotes por las travesuras que hacíamos, nuestro lugar para las lamentaciones era la citada piedra. Cuando mi primo no podía acudir, me iba yo solo y me quedaba un par de horas contemplando el entorno y buscando respuestas por todo aquello que nos pasaba, ya fuera motivo de tristeza o de alegría, esos momentos daban pauta para que mi creatividad de escritor se desarrollara y poder elaborar algunos cuentos cortos que después le platicaba como ciertos a mi primo, cuando el sueño no quería llegar y éramos presas del insomnio; recuerdo que en una ocasión le conté lo que fue fruto de un desacuerdo con mi abuelo Virgilio, situación que me llevó a tener sentimientos encontrados, porque por un lado lo amaba y por otro, me negaba a justificar el hecho de que se molestara al grado de utilizar la correa, y todo por no cumplir a cabalidad con una instrucción que nos daba, y resintiendo el ardor en las sentaderas, y entristecido me fui a lo que dimos en llamar la cueva de los conejos, donde concebí el siguiente cuento: Difícil es entender a los adultos cuando sin saber se desquitan con los niños, queriendo hacernos pasar por grandes, cuando en realidad somos chicos y tenemos como prioridad el juego, más que el quehacer cotidiano, dudaba en irme a sentar en aquel trono de las desesperanzas y las glorias, allá donde hablamos entre nosotros y cuando falta alguno, hablamos que Él, sí, el que todo escucha y nos aconseja para bien, seguro escuchó mi llanto, y cómo no, lloré como lloramos los niños cuando no sabemos si es por el dolor de los azotes o por el coraje de no poder desquilatarnos, o aún peor, por el sentimiento que nos da el saber que alguien que nos ama puede descargar su coraje contra un cuerpo que no es el suyo, aunque exista el natural linaje de ser de la misma sangre; pues bien primo, en tu ausencia le hable a Él, le dije lo que sentía y para mi sorpresa, por primera vez escuché su voz, era como un soplo de aire que va rozando las hojas de los árboles y llega a ti como una suave brisa que seca tus lágrimas al instante, acaricia tu cabello y besa tus mejillas, y en aquel natural consuelo, llega a ti la sensación más sorprendente, la que te hace sentir que flotas en el ambiente, te sientes entre las nubes y juegas, sí, juegas como el niño que eres y aquel buen Señor ríe de todas tus ocurrencias, de tus travesuras, y lo mejor, no te castiga por ello; ese día primo, te digo, que de a tiro lo escuché decir que “La tristeza entra fácil en tu vida si le abres la puerta, cuando insistes en negarte la oportunidad de disfrutar la vida, por tener la falsa idea de que tienes motivos de peso para que tu ánimo esté deprimido; acaso no sabes que eso que te enferma, que quiere robarte la energía y la alegría, para sumirte en la inmovilidad del desánimo temprano, que te conduce a una serenidad ficticia, a una falsa paz, te quiere ver derrotado, para darle sustento a la idea de que tu temperamento natural, es vivir arrastrándote, cuando en realidad fuiste creado para volar. Vuela hijo mío, no dejes que nada ni nadie corte tus alas, y de los regaños y azotes, sean merecidos o no, haz de ellos una experiencia de vida, para que de adulto, puedas disfrutar de los frutos de la integridad. Yo por mi parte te amaré seas como seas, cómo podría enojarme contigo, si por mí fuiste creado y fuiste creado por amor”
Ayer, cuando aún era un niño, le dije a mi abuelo que quería comprarle un pedazo de tierra, aquel que contenía los secretos de aquella mágica piedra, que me enseño a perdonar y a perdonarme.
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