“La edad es un rápido viaje por el tiempo, que va dejando a su paso momentos en forma de capullos, tejidos con la fina seda de la ilusión, donde duermen los sueños de la esperanza, que buscan despertar a la amorosa eternidad tan anhelada, obsequiada por Dios nuestro señor” (SBC).
En los maravillosos encuentros con mi madre, contrario a lo que algunos piensan de la brevedad del tiempo que nos vemos, se habla poco, pero se dice mucho; cuando ella me pregunta que cómo estoy, le contesto que feliz de verla, y si en algún momento, ella dudara de quién soy, por aquello del olvido de la memoria, suavemente me acerco a su oído para decirle que la amo, que yo soy lo que a sus ojos fui ayer, cuando grabara en su preciosa mente la historia de nuestra vida juntos; soy, le digo, de tus recuerdos, el niño, el adolescente, el joven, que por más edad que pueda tener hoy, en ningún momento he dejado de ser tu hijo amado, el que aún distinguen tus hermosos ojos, que lo mismo, si estuvieran cerrados, distinguirías al tocarme, y la destreza de tu fino olfato me encontraría por más que tratara de ocultarme.
Y cuando la divinidad de la indisoluble relación nuestra, influye positivamente en el acompasado palpitar de nuestros corazones, su mente abre uno, dos o los capullos que fueran necesarios, donde se alojan sus valiosos recuerdos, para dar fe de que soy su hijo, y sus ojos brillan de nuevo y sus labios esbozan una sonrisa de felicidad por saberse madre, no de uno, ni de dos, sino de diez pedazos de su corazón repartidos en entidades, que ama y que conoce como el mismo Dios que le obsequió el regalo de la maternidad y con ello la eternidad universal.
Cuando se ama, no existe el tiempo, no existe el espacio, existe el amor que es infinito, como infinito es el amor del Padre por sus hijos.
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